V
Nada mejor para comenzar su exploración por el condado de Kerry que el calor de Eileen, de su esposo Noel y de Margaret. En un santiamén, les montaron un desayuno bien completo en el precioso comedor acristalado, en el que se cuelan a raudales, por sus ventanas, la luz y la esperanza de la isla. Todo estaba perfectamente dispuesto para disfrutar de los buenos alimentos: sobre la mesa principal de noble madera, la blanca cerámica y los manteles a juego con el elegante cortinaje, y, rodeándola, sillas de salón invitando al festín. Antes de partir, Noel le explicó a Morgan los caminos y los rincones de la excursión elegida: la península de Dingle.
Muy cerca de la farmhouse, por cortesía del anfitrión, hicieron una parada extraordinaria: ante sus ojos, en un mirador sobre una amplia verdísima pradera, se abría el bello valle de origen glaciar con el lago principal del parque nacional–Leane– y sus islas, abrazado por colinas y montañas –en esta zona se levantan las cumbres más altas del país–. Tan ancha como la vista es la paz acopiada.
Regocijados, se pusieron en marcha hacia la península citada. En las cercanías de Milltown, les rozó una iglesia; pararon, se adentraron en ella, saludaron y se llevaron, a más de su calor, su madera, su techo, sus vidrieras…: su arte.
Prosiguieron su camino, pasado el susodicho pueblecito, por la carretera 561, que les llevó nuevamente a los brazos del océano. El paisaje es, en esta zona, realmente encantador y las casas bonitas proliferan.
Esta vez, le tocó el turno de visita a la iglesia de Saint Gobnait’s –santa irlandesa medieval–, luminosa y familiar.
Con el Atlántico susurrando por las ventanillas, volaron hasta descubrir la playa de Inch, en la que aterrizaron y estiraron las piernas paseando por un inmenso banco de arena convertido en cristalino celeste espejo. Se inundaron de la gran fuente de luz que brotaba de las cosquillas que el sol le hacía a las nubes, de orilla, olas y colinas –las de la península de Iveragh, en la costa de enfrente, y las de la península de Dingle, en la que ya habían penetrado–. Multiplicaron el futuro álbum con alucinantes panorámicas especulares.
Condujeron por la carretera costera, que empezó a dibujarse fabulosa: surco limpio entre el océano y el campo. Aproximándose al pueblo de Dingle –perteneciente a An Gaeltacht: el conjunto de zonas del país donde el gaélico irlandés es la lengua más usada por la población–, pasaron por un valle de amenos prados cuarteados, avivado su color con la fuerza de la lumbrera mayor. Contemplaron dos iglesias de la interesante arquitectura neogótica del país y llegaron a Dingle village, que les recibió con sus brazos abiertos y palpitantes.
Aparcaron junto al puerto y, primero de todo, lo recorrieron: se trata de una apacible bahía acunada por praderas y ocupada por un puñado de barcos y un abanico de desnudos triunfantes mástiles. Brujuleando por las calles de fachadas impolutas –parecen todas recién pintadas–, buscaron un lugar para el yantar. Finalmente, por recomendación de un amable lugareño –otro más–, pararon en el Paul Geaney’s Bar, donde les atendió –en el más humano sentido de la palabra– Eileen; a estas alturas de la aventura, es normal que prorrumpieran en un “We love Irish people!”. Abrieron bocas con un par de seafood chowders –no tan amantes como las de Doolin, pero con un rico toque casero– y terminaron acariciando sus paladares, Oswald con un crujiente y sabroso fish & chips, elaborado en el horno –el pescado: bacalao–, y Morgan con un apetitoso bacon & cabbage; maridaron todo con la Smithwicks Atlantic Blonde Ale: cítrica dorada agua, fresca e intensa.
Agradecidos por la amabilidad de Eileen y rejuvenecidos por las bondades recibidas, se hicieron a las calles. Pronto dieron con la notable iglesia de Santa María –St. Mary’s Church–, que destaca entre las casas de la localidad. En su entraña, las vidrieras combinan graciosamente con millones de piedras ensambladas. En una de las paredes, brota un manantial de ternura de un espontáneo fresco de la Sagrada Familia.
Antes de partir y aprovechando la tranquilidad que reinaba en el pueblo, pasearon degustando unos exquisitos helados, que consiguieron en la casa Murphy’s.
Culminada la grata estancia, iniciaron la siguiente etapa: la cercana Slea Head Drive, una carretera circular –parte de la Ruta del Atlántico Salvaje– que comienza y termina en el mismo pueblo de Dingle; no sabían entonces que no llegarían a cerrar el círculo, a cambio de vivir el acontecimiento épico de su cumplido sueño irlandés…
Discurriendo por la estrecha calzada, les volvió a embriagar el concierto de la tierra y el mar, el contraste del vivaz esmeralda y el inmenso calmo azul. Cada dos por tres, se orillaron y abrieron la boca, los ojos y el objetivo ante la impresionante gratuita belleza. La penúltima parada que hicieron fue la de la cruz blanca –con el Crucificado y sus amigos a sus pies–, hogar de unas pacíficas vistas a las –habitadas hasta 1950– islas Blasket, justo antes de coger un brazo que lleva al sitio conocido como Coumeenoole Beach, un bocado de arena al abrigo de la costa, frente al canto atlántico. Bajando hacia el albero, dispararon con la cámara e hicieron alguna que otra certera diana; como guinda de la ráfaga, pensaron –o quizás no le dieron tanto a la mollera– incluir el Monster en la estampa, colocándolo en la orilla de cara al océano: ¡valientes mendrugos, hundidas las ruedas!. Claro tuvieron en ese momento que ya tendrían algo especial que contar a su regreso a casa, pero ni mucho menos atisbaban la providencial combinación de dadivosos actos de la que iban a ser partícipes. Después de la típica risa floja inicial, tenían que ponerse manos a la obra para urdir un plan de rescate de la “ballena varada”. Morgan, antes que nada, miró al Cielo y recibió inmediata contestación: “¡todo va a ir bien! –como siempre ha ido–. Y apenas terminada su plegaria, resultó que, en una de las rocas junto a esa recoleta baldosa del mundo y a esa hora de la tarde cercana al ocaso, un caballero polonés llamado Karol disfrutaba con su hija Paula –una niña preciosa– de la cautivadora armonía del lugar. Siéndole imposible no darse cuenta instantáneamente del suceso, sí que hubiera podido sortear el marrón y hacerse el sueco, sin embargo, su nacionalidad era otra, así que pronto estaba a su lado, remangado y colaborando en una sola fuerza. Quitaron cuanta arena pudieron y colocaron bajo las dos ruedas delanteras dos pintiparadas rocas planas que algún ángel debió depositar allí. Como si le fuera en ello la vida, subió corriendo hasta el aparcamiento en busca de su coche y las herramientas necesarias para llevar a cabo la misión, dejando a Paula –para no perder ni un segundo de luz– con los dos jóvenes –que ya se habían convertido en sus “hermanos mayores”–. Y, en principio: ¡triple ventura la de los dos aventureros!: además de encontrar un generoso rescatador, conducía un potente Audi A3, ¡y más todavía, portaba en él férreas cuerdas de escalada!, ¡albricias!. Entonces, Karol acercó su coche hasta el último centímetro del asfalto, ató la mejor cuerda en el gancho trasero, la extendió hasta el Duster y…, ¡ah, por poco no llegaba!. Cruzó una mirada con Morgan que denotaba un ápice de frustración, que este disipó con un “bastante has hecho” en sus ojos. Y aquí pudo haber terminado la acción de este buen hombre, con un sonoro aplauso y un agradecimiento sincero, pero él no buscaba el aplauso, él anhelaba la verdad. Por eso, sin mediar palabra, en pocos segundos e impelido por la voz de su conciencia, se montó en el coche, dio marcha atrás y comenzó a meter en la arena las dos ruedas traseras, exponiéndose a caer en la misma trampa, hasta que, al fin, llegó la cuerda a enganchar en la zaga del SUV, quedando medio Audi a merced de las circunstancias. Solventada la dificultad y recobrada la ilusión, ambos conductores se aferraron a sus volantes, encendieron los motores y se acogieron a la potencia alemana. Al ruido del acelerador, le siguió el olor a goma quemada…, mas la “ballena” ni se movió. Un par de intentos más les hicieron saber que los caballos teutones no podían con el monstruo rumano. Y ahora sí que sí, había llegado la hora del agradecimiento por la generosa honestidad, pero al hacerlo Morgan explícito e ir a estrechar su mano, comprobó que aquel corazón era aún más grande e iba a dar más de sí: “yo te llevo en mi coche”, le respondió cuando Morgan le dijo que pensaba ir a pedir ayuda a alguna casa habitada que recordaba haber visto cerca. De manera que, ambos marcharon juntos hacia la carretera principal y, justo encima del lugar de los hechos, vieron la puerta abierta del jardín de una casa y allí pararon. Observaron que había un hombre trabajando en la tierra y entraron con confianza a exponerle la situación. Al aproximarse, comprobaron que no había un hombre sino dos, pues un rubial renacuajo irlandés –de 4 o 5 años, como mucho– ayudaba en la labor a su padre –más tarde, ratificarían la nacionalidad y el parentesco–. Al verles, los anfitriones, interrumpiendo súbitamente su tarea, les escucharon atentamente. Y, entonces, aconteció la segunda dádiva que iba a completar la magnánima obra que los dos protagonistas guardarán grabada siempre en su piel, cuando, inmediatamente, con la misma diligencia polaca, aquellos hombres –sí, no está reñida la hombría con la infancia– dejaron sus aperos y sus quehaceres para arrimarse a ver, desde la ladera, cómo había quedado el coche; no le impidió a este padre de familia su aguda cojera crónica ponerse en camino con su hijo, saltar la valla, dejarse caer loma abajo y hacer el proceso a la inversa. Después de observar la escena y de expresarles que no era la primera vez que veía algo así en ese rincón, tan espontánea como solícitamente y acompañado del enano –se entendían perfectamente sin hablar–, Dimas sacó de su garaje unas cuerdas y unas palas, las metió en su vieja furgoneta y se lanzó sin dudar al rescate.
Llegados a Coumeenoole Beach, las dos almas liberales, cogiendo sendas palas, se pusieron a sacar arena como si quisieran vaciar un desierto, invitando a formar un improvisado equipo internacional. Bien limpias las ruedas y los bajos, fijadas las dos piedras lisas bajo las ruedas y anudada una cadena de dos cuerdas a los dos coches, sólo quedaba intentarlo. Dimas aceleró, y una de las cuerdas literalmente estalló. Con fe, volvieron a armar la cuerda, Dimas volvió a acelerar, Morgan pisó suavemente marcha atrás y… ¡milagro!, el tanque salió: milagro, o lo que es lo mismo, uno de “esos sencillos actos de amor, gestos de la gente corriente que mantienen el Mal a raya” –como dice Gandalf el Gris–. Más felices todavía quedaron los viajeros cuando Dimas les contó –ahora y no antes, con tino– que otros coches no consiguieron salir de allí, quedando anegados al subir la marea.
Hondamente agradecidos, los dos jóvenes apretaron las manos de los dos héroes que, en honor de su condición, se retiraron como si nada hubiera pasado. Tras el júbilo del final feliz y entrada ya la noche, se les ocurrió parar en la bendita casa para preguntar si era mejor terminar de dar la vuelta a la Slea Head Drive o volver por donde habían venido. Y así conocieron a la afable esposa de Dimas, Amanda, y al hijo pequeño, y supieron que aquella familia buena es de las pocas que vive todo el año allí, donde hay diez meses de largo, frío y ventoso invierno. Se despidieron después de una entrañable charla con un diáfano “hasta pronto”.
Con la gran vivencia del viaje en la entretela, avanzaron hasta Dingle, lo atravesaron y llegaron a Milltown, apenas antes de que cerrara un modesto establecimiento italiano de comida para llevar, donde dos chicas polacas les prepararon un par de pizzas, que disfrutaron bajo la luz de una farola decorada con alegrías, a juego con el par de auténticas sonrisas que lucían. Sanos y salvos, regresaron a casa dando gracias a Dios por tan jugoso día.