El camino de la verdad es la belleza, y su meta es el bien. La felicidad sólo es el punto de partida.
Resulta jodidamente difícil vivir cuando sabes, sin el menor atisbo de duda que lo más radical de ti está manchado, está enfermo; en el ADN de tu libertad habita, como si de un cáncer se tratara, una ausencia, un desvarío, la locura de la desobediencia: piensas que tú eres quien decide lo bueno y lo malo. Es una auténtica putada, porque el hombre jamás será un ser moral, somos seres radical, vital y texturalmente amorales: el bien ya estaba cuando nosotros llegamos, no lo decidimos, simplemente lo aceptamos… o no.
Kierkegaard dio con la clave…, bueno, y todos los que aprendieron a vivir al calor de la Biblia. Y digo al calor, porque sólo lo aprenden quienes viven la Biblia como un hogar, no como una espada -aunque lo sea-, ni como una copa -aunque también-, ni como vehículo -que indudablemente. Pero si la vives como el hogar donde un Padre y un Hijo se Aman eternamente…, si eres capaz de aceptar entrar en esa íntima relación, tu raíz comienza a sanar, y tu ser peregrino, tu esencia de caminante, tú -histórica vida libre- quedas limpio, transfigurado -que no transhumanizado-; en ese momento podrás contestar sin timidez ni miedo la pregunta que vive en ti desde las sombras: quid est véritas?
Y la muerte, en vez de un ángel, un encapuchado o un vagabundo será lo que siempre fue, dejaremos por fin de personificarla de sandez en sandez y aceptaremos que, desde la cruz, sólo es una puerta o…, por decirlo mejor, más exacto, es el hueco, o vano en la pared: en la vida. La vida es vida, antes y después y siempre: el vano no, tampoco el hueco, pero es necesario para que ocurra la transfiguración, o mejor dicho, la resurrección.
Esta raíz enferma resucitará limpia más allá del hueco donde la persona se significa finalmente: se decide. De momento, seguimos caminando.