Quiero que me digas, amor, que no todo fue naufragar
por haber creído que amar era el verbo más bello…
dímelo… me va la vida en ello.

L. E. Aute

Cierto que huí de los fastos y los oropeles y que jamás puse en venta ninguna quimera, siempre evité ser un súbdito de los laureles porque vivir era un vértigo y no una carrera. Cierto que no prescindí de ningún laberinto que amenazara con un callejón sin salida, ante otro “más de lo mismo” creí en lo distinto porque vivir era búsqueda y no una guarida. Cierto que cuando aprendí que la vida iba en serio quise quemarla deprisa jugando con fuego y me abrasé defendiendo mi propio criterio, porque vivir era más que unas reglas en juego (L.E.A.).

Algunos días de invierno se levantan mojados, se llenaron de pesadillas en el calor de la noche y tanto bochorno acabó siendo sudado ante la llegada de la finísima línea que separa el sueño de la mirada perdida. Algunos días de invierno se visten de blanco esperanza, para ocultar esa piel cansada de tanta luz ociosa, de tanta risa falsa, de tanto refresco incapaz de calmar la sed… Algunos días de invierno están llenos de nieve.

Son esos días en los que te preguntas si no te has excedido, quizá en tu vida, al haber renunciado a ciertos temas, a ciertos sueños, a ciertas personas. Bien es cierto que la mayoría de las veces lo hiciste para conservar la libertad, una pocas para conservar la vida y todas por que, en el fondo, nunca dejaste de saber amar, por mucho que te equivocaras en tantos presentes… Por eso, lo más escalofriante es darte cuenta –en esos días– de que la verdad es, sin embargo, que aún no has llegado a lo que realmente es el amor. De ahí la necesidad de agua.

La madera, que siempre nos acompaña aunque no sea el último traje que vestiremos, nos recuerda que somos una historia: provenimos de un pasado, que nos trajo al presente tal y como estamos, y nos proyectamos hacia un futuro, hacia lo que no es pero tiene la posibilidad de serlo, por eso se le confunde con el infinito –y por eso deberíamos eliminar ese adjetivo del nombre universo–: somos versos libres en las hojas del mundo.

Es difícil saber, viviendo entre tanto ruido, cómo marchan nuestros renglones. Por eso, algunos días de invierno se llenan del hueco de nuestros pasos y el agua de nuestras manos para recordarnos que las hojas siempre vuelan en el viento, y las palabras escritas en ellas las acompañan… o las guían. Efectivamente, sabiendo esto, es totalmente absurdo pasarse la vida buscando una seguridad que jamás tendremos. Sólo hay tres cosas seguras en esta vida: una es que existimos, otra es que aquí no va a quedar ni el apuntador y, la última, que somos palabras –vacías o llenas, con o sin sentido, bien o mal utilizadas, amantes o dolientes, creyentes o perdidas… pero palabras, al fin y al cabo.

Quizá todo esto no sea otra cosa más que un libro que se hizo realidad, donde cada uno se escribe como puede o como le dejan. Es cierto que una vez, hace tiempo, fuimos pronunciados por vez primera; pero, desde entonces, vamos deambulando por papeles desconocidos intentando no molestarnos demasiado, sin darnos cuenta de que una palabra asilada, sola, jamás compondrá un verso, por mucho que nos guste pronunciarla, porque en toda palabra vive la semilla del abrazo.

Quizá algún día entendamos que si podemos relacionarnos es precisamente para poder llegar a eso que muchos llaman felicidad, algunos pocos llaman amor y yo lo denomino Dios –y conmigo algún que otro peregrino.

Algunos días de invierno podemos descansar juntos bajo el manto blanco de la esperanza… Esos días darán que hablar. Hoy, mientras me adentro en las primeras horas de la década de mis cincuenta, es uno de esos días. Esta década comienza con nieve, con bienes y con una increíble, pero apasionante, paz.

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