Con vistas al mar

El lunes llamé a mi amiga Asun para anunciarle que el viernes de esa misma semana, por fin, podía aterrizar en su casa para disfrutar de su sincera invitación a los buenos alimentos y a las sabrosas palabras junto a su esposo, Rafa.

Después de la alegría de verles y los saludos, Asun, fetén anfitriona, me enseñó su casa y me “la regaló” con ese corazón enorme de mujer que tiene. Es una casa pequeña por acogedora y, a la vez, amplia por luminosa.

Llegó el momento de sentarnos a la mesa… ¡y qué mesa, qué sencillo magnífico espectáculo!. Resulta que a Rafa le apasiona la cocina y, claro, cuando le das rienda suelta a las nobles pasiones siempre acaban convirtiéndose en arte, en belleza, en aquello que da gusto profundo a quien lo recibe.

Aquella mesa olía, nada más verla, a cariño –más adelante, me enteraría, por su hija, que Rafa estuve dándole vueltas durante la semana a la ilusionante degustación–, pero revelaba algo más, mucho más: aquella mesa hablaba, sin alharacas, sin gritos, sugería…, ¡más todavía, cantaba!, aquella mesa era un concierto de texturas, formas, colores y aromas, en aquella mesa brillaba ese infrecuente prodigio del detalle que brota de la mano del hombre amante; una mesa sorprendente, una mesa generosa que atrapa, uno a uno, los sentidos, que te lleva a palpar súbitamente que la vida es el mayor de todos los regalos.

La obertura del concierto venía servida en copa de cocktail, creativa y sutil como una caricia: cremoso de patata con cielo de huevo cocinado –con paciencia de termómetro– a baja temperatura y estrellas de champiñones y trufa. Para abrir –literalmente– boca, y paladar, y corazón…

Un plato por barba, cual sugerente bandeja, invitaba a seguir la senda del mar, pues los langostinos –pelada la piel de su centro, dejando la cabeza y la cola intactas: el chef no escatima en esmero–, además de señalarme sus bigotes, lucían arrebatadores con su ajo, su perejil y su medio limón de guarnición. ¡Pero no quedaba ahí la cosa! –que ya sería rica cosa–, porque más allá de la apariencia –como en toda la cocina de Rafa–, estaba el toque de gracia: en este caso, una liga genial, la del aceite y el whisky, que pintada sobre los crustáceos es la clave para, después de hornearlos con su chispa de sal, encontrar un manjar nuevo, apetitosísimo.

Y como en las mejores orquestas, en las que todos los músicos dan lo mejor de sí y cada quien se fija en el instrumento que más le llama la atención, de entre el abanico de delicias que vestía el centro de la mesa, guiñó primero a mis ojos infantiles la que venía servida en los típicos envoltorios de pasteles: bombón de salmón, relleno de queso azul, acunado en su nido de huevo hilado y acompañado de mermelada de arándanos, sazonado con eneldo y con unas gotitas de limón para marinarlo: ¡feliz explosión!.

Rafa ha viajado mucho y en su camino ha encontrado tesoros, no para amontonarlos, sino para multiplicarlos compartiéndolos. Uno de ellos es un pincho de El gran sol –“un bar emblemático en La Marina de Hondarribia, un hervidero de gentes, una terraza repleta y una fiesta gastronómica”, como luce en su jugosa página web–: sobre pan del bueno, se acomodan tranquilamente un medallón de solomillo, un pimiento de piquillo, una hoja de pera, una nuez de foie y un beso de mermelada de tomate, rociados con un toque de Pedro Ximénez: nada más que decir, sólo cerrar los ojos…, sentir… y sonreír.

Acompañando la inolvidable sinfonía, vino a sonar el violín de un Riesling –Dr. Loosen Gray Slate 2020–: crujiente y elegante, ligero y alegre, piña, melocotón y pera –cortesía de Liviu, mi fiel bodeguero.

Otro pincho exquisito completaba el fascinante arcoíris de entrantes: a la vista, una banderilla triunfal ensartaba tres texturas y tres colores: una base de crujiente pan, una cucharada de cebolla roja caramelizada y una rodaja de caliente queso de cabra; la mano ingeniosa se escondía esta vez entre la cebolla y el pan: una mixtura de mermeladas –fresa y naranja amarga– suavizaba silenciosamente la fortaleza de la cabra. Un baile de salón sobre una baldosa: perfectamente combinado, magistralmente ejecutado; y el público, claro, entusiasmado.

A estas alturas del concierto, la armonía ya había hecho saltar por los aires la monotonía y la sensibilidad estaba afinada y presta para captar la plenitud de los sabores, y llegó el momento idóneo para la obra maestra: bacalao en salsa vizcaína –en la que se encuentran el ajo, la cebolla y el pimiento choricero–, recostado sobre papas a lo pobre –más ricas que nunca: ¡caramelo, mamá!– al estilo Almería –bendita tierra natal del artista–, adornado con gulillas en alegre guindilla. Una lenta locura que te recorre, te sana, te diviniza.

Nos acercábamos al final del recital y, siendo maestro el cocinero, el asombro se recreó en un postre monumental: torrija con jarabe de fresas y sol de vainilla helado. Una torrija distinta, emocionante, “un contraste en la boca que es un festival de sabores” –palabras espontáneas del autor”–. Una torrija impresionante. Tan impresionante como para causar una revolución, pues, en los días en que estas letras se están escribiendo, he querido yo proclamar y ofrecer este manjar y he comprobado cómo va renovando cada boca que toca e, incluso, a los que, sin haberlo probado, oyen cantada su receta; y cada vez son más, y más…

Una exhibición de júbilos sensacionales encendía el cielo de quien escribe, cuando el mago sacó de la faltriquera infinita de su mandil una propina propia de quien está disfrutando y haciendo disfrutar, de quien sabe que todo don es gratuito: torta al mascarpone, con textura bailarina, corazón de crema y sabor de abuelos.

Según lo descrito hasta aquí, cualquiera puede deducir que Rafa es un gran cocinero, pero la prueba que certifica su grandeza –y la de cualquier chef– es que su acción no se queda en las cuatro paredes de la cocina, ni siquiera en los platos, sino que continúa en sus comensales, en el cara a cara, boca a oreja, siempre fecunda sobremesa. Después de haberles hecho soñar despiertos, de abrir de par en par sus ventanas, se sienta a su vera para disfrutar de la fiesta del conversar –inmediato es, cuando me recreo en estos menesteres, el recuerdo de María Luisa y su cocina en Jorge Juan, 42: la gloria de Soria en la capital.

Así pues, abrimos juntos la fruta de la vida, tocamos su duro hueso y nos deleitamos en su suculenta pulpa. Estuvimos amenazados bajo la negruzca actualidad, pero pronto nos doramos a la luz de la blanca esperanza –que siempre va de la mano de la unidad–. Recorrimos España, parándonos en un puñado de sus incontables románticos rincones –Bilbao, Málaga, San Sebastián…–: la preciosa España. Viajamos por el increíble mundo de la literatura –otra pasión de Rafa: es sabido que las auténticas pasiones no ocupan espacio en el espíritu humano, sino que lo ensanchan ilimitadamente–, con mención especial para Miguel Delibes y su pluma certera y penetrante –¡ganas de leerle!–. De vez en cuando, discreta y elegante, asomaba la sonrisa de Asun. Y para multiplicar el bien estar, llegaron Cristina –el mismo brillo en los ojos que su madre– y Luis, su esposo, y sus dos hijos felices –los nietos de la casa–, Carla y el pequeño Luis: personas que rezuman bondad por los ojos y sencillez por las palabras. Y sucedió como sucede cada vez que se juntan unos cuantos humildes alrededor de una mesa: no se sabe dónde empezó y dónde acabó la gloria, sólo que todos nos sentimos muy, muy bien…

En la calle Mediterráneo del pueblo madrileño de Alpedrete hay vistas al mar, porque Asun y Rafa son hogar: hogar, el lugar donde viven los que viven realmente: los que viven pensando en los demás y haciéndoles el bien.

De no ser porque había caído ya la noche cuando nos despedimos, cualquiera que se hubiera cruzado conmigo por la calle hubiera quedado deslumbrado por una brillante perenne sonrisa, hubiera pensado “este tío está enamorado”.

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