MOMENTOS

Sigo yéndome cada día de viaje. Cada día me levanto para la aventura, para las sorpresas, para las personas nuevas –las ya conocidas que así se vuelven o así las miro, y las que aparecen en la travesía–. Cada día, entre semana, un tramo de ese viaje lo hago con gran ilusión y gran agradecimiento: voy a visitar a Gonzalo –a cuidarle y a ser cuidado por él–, un amigo de los buenos y bellos, y a su familia –que también ocupa esa ilusión “que no se acaba con la presencia, sino que se intensifica”, como enseña Julián, poco a poco y según somos capaces–. Es un gracioso tramo de tren. Gracioso porque me recuerda a menudo el viaje de la vida y gracioso por lo que en él encuentro.

Habitualmente, por el dichoso trabajo que me ocupa –la carrera–, buceo en la sabiduría de los buenos escritores. Pero, a veces, se encuentran mis ojos u oídos con otros hombres y mujeres del mundo que también viajan en el mismo tren. Algún día de la pasada primavera, me llamó suavemente la atención un hombre normal, que saludaba normalmente a otro que tal vez conociera por cruzarse sus vidas en ese tren. Sus palabras eran cercanas y amables, tan espontáneas como la naturaleza crece en esa época del año. Y así, normalmente, esperando para bajarnos del tren, uno al lado del otro, nos saludamos, nos miramos y, felizmente, ya caminábamos juntos charlando. Había conocido a Willi, un tipo singular, un corazón abierto, un alma sencilla. Le conocí como se encuentran los tesoros: gratis y con el corazón atento.

Compartiendo tren y después autobus, en dos asientos contiguos, Willi y yo empezamos a compartir nuestras vidas, a escribir juntos esa parte nueva de nuestras historias personales, cuyos senderos estaban llamados a hacerse uno, a escribir viviendo, con toda la rica realidad de los hombres que conversan tranquilos, con cariño, a gusto. Así abre las páginas de una historia él, así le canto yo alguna otra. Así disfrutamos los dos.

Willi siempre tiene una historia para contarte, es un hombre con la buena memoria, la que guarda lo provechoso, la que no cobija los superfluos grises. Cuando habla, o mejor dicho, cuando cuenta –es un genial narrador; si está de Dios, será un excepcional y divertido abuelo–, la emoción amanece a hombros de la atención y uno se acomoda para escuchar, para aprender, para florecer.

Willi nació en la hermosa tierra de Colombia y durante buena parte de su historia vivió en la ciudad de Cali, donde se llenó de vida. Como buen descubridor de maravillas y buen caminante, sus historias tienen de todo, y como jinete del sentido del humor, a cada rato te arranca un puñado de risas.

He guardado algunas de sus historias conmigo por su riqueza, porque son la vida misma contemplada, recibida y hecha tesoro en uno mismo. Y como la riqueza se agranda compartiendo, así como lo hizo él, generosamente, lo hago yo para todo el que quiera llenarse.

Empezaré con su abuela paterna, que él llamaba la correcaminos. ¿Por qué?: porque cuando iba con ella por el campo, siendo niño, y quería tomarse el desayuno para no cargarlo durante el camino –uno de esos pantagruélicos desayunos que preparan en Colombia: pollo encebollado y patatas sudadas con plátano macho bien verde y yuca o pescado frito, y arepa con chocolate y leche de vaca, directamente de la ubre–, su abuela le apremiaba: ¡camina, camina! –aquí amanecieron orondas risas, con el acento y la expresión de Willi, imaginando las escenas–. Dice que caminaba a todos lados la buena de la abuela. Algunos días le cargaba con un canasto de plantas envueltas en hojas de plátano, para transportarlas a otro lugar. Uno de ellos, por cazar palomas con el tirachinas… para luego comerlas, se olvidó junto al río una de las joyas de la abuela: la insólita hermosura llamada zapato de la reina. Qué le diría la correcaminos cuando le vio sin el lindo zapatito…

De vez en cuando, entre historia e historia, a Willi le suena el móvil y, sin mirar quien es, dice: “otra vez mi general borracho”. Parece ser que es Modesto, un amigo suyo que le da al trago.

Siguiendo con los abuelos –¡cuánto se aprende de ellos cuando son, simplemente, amigos de los nietos!–, un día fue a ver a su abuelo, que vive en una finca en algún lugar de la selva de Cisneros, municipio enclavado en un valle, donde todas las casas reposan al abrigo de la enhiesta y señorial parroquia de Nuestra Señora del Carmen y de san Juan Bautista Vianney, vivificando el gran lago verde que allí se extiende. Cogió el autobús hasta donde este llegaba, y al bajar le dijo un hombre que siguiera el camino recto que eran doce horas. Él anduvo y anduvo…, y estuvo tres días perdido y sin comer, tan sólo bebiendo aguardiente de tres botellas que llevaba y fumando algún cigarrillo. Al tercer día, providencialmente, se encontró con una cochina –hembra del cerdo– y la siguió hasta dar con una finca. Allí vivía gente buena que le dio un perol generoso para recuperar las fuerzas y le indicó el camino hasta el hogar del abuelo. Tenía por delante unas seis horas. Se volvió a perder. Tardó dos días en llegar –aquí las risas cantan de nuevo, porque la historia la cuenta con su particular gracia en la voz y una simpática “circunspección” en el rostro–. Pero mereció el esfuerzo. Qué rico sería aquel tiempo con su abuelo, que tanta huella fiel ha dejado en él. Una buena por sencilla enseñanza del abuelo es aquella que le llegó después de caer por alguna ladera abajo por intentar llegar antes –que común es esto en el ser humano, cuánta ansiedad hay que segar para poder andar y amar, en lugar de correr y desperdiciar–: “es mejor voltear que rodar”.

Willi era un chaval que disfrutaba en el campo, en él se adentraba a descubrir las maravillas de la naturaleza, a conocer sus secretos. Por eso, trae de allí las manos llenas de anécdotas sorprendentes, de gentes exóticas, de momentos únicos, de lecciones de la escuela de la vida… Una de las cosas que le llamaban la atención era la pesca. Aquel día, pertrechado de su caña rústica, hecha a mano con una vara de árbol, hilo y un anzuelo, y lombrices cogidas de la tierra cercana al río –las más apetitosas para los peces–, apenas cogió dos pescaditos en tres horas. Entonces, aparecieron por allí unos indios autóctonos que viven en la selva, se acercaron y vieron la pobre ganancia. Se metieron en el río y, con las manos, empezaron a coger peces: camarones, zabaletas, congrios…; en poco tiempo, sacaron ¡veinte pescados!. Después, le enseñaron la técnica y los peligros. El más veterano de ellos, le indicó también dónde había pescado y dónde no. Qué buenas gentes hay en todos los rincones y las selvas del mundo, gentes que se acercan, comparten lo que tienen y te dejan gratuitamente su saber y su amabilidad.

Estos indios, habían aprendido muchas cosas directamente de la naturaleza, escuchando sus leyes. Sabían dormir unas culebras que saltan al cuello y quitar la sinusitis apretando las sienes durante cinco minutos y orando. Un hombre mayor que “tenía la cadera como un trapo, tras haberse caído loma abajo, y bramaba de dolor” –se la había roto–, fue llevado a la chabola de estos hombres buenos, en una camilla atada a una mula. El veterano le cogió, le sentó a una silla clavada en el suelo y con una vara del árbol de la flor sagrada –cuya savia calma los dolores de la menstruación–, le dio un golpe en el culo junto con unas oraciones y le dijo: “párate y corre”; y salió como alma que lleva el diablo. Después, el viejo curado, les llevó un carnero como agradecimiento. El sobrino del veterano le dijo a Willi que ni siquiera a ellos les enseñaba algunos de esos saberes, porque decía que si lo hacía los perdía; en fin, ya se ve que en esa familia, ¡abre los ojos y aprende!.

Aprendidas las lecciones de aquella familia de unos treinta indios, un tiempo después, se fue con algunos colegas a pescar. Hacían pesca con atarraya, una red redonda que “la lanzas y se abre como una lombriz”. Allí en el río, dejó a los demás y se fue a buscar un poco de aguardiente para pasar la jornada en el campo. Por el camino se encontró con dos amigos camioneros con los que platicó, y cuando regresó a las dos horas, sólo habían cogido un pescado. Entonces, Willi, que dice que no se vara –que no se rinde–, les hizo la del indio y sacó quince piezas. La técnica –me cuenta– es meter manos y pies por todos lados. Pero hay que tener cuidado, porque te puedes encontrar, por ejemplo, con un nicuro, pez que tiene una aleta con un espina punzante que provoca fiebre y escalofríos. A un hombre le puyó un ejemplar de estos una vez y lloraba. Willi le dijo: “tranquilo que no te vas a morir; tienes que hacer pis y con la orina frotarte”; y, remedio sabio, así se calmó. Otro pez peligroso es la raya de agua dulce. Cuando esta te puya en la selva –aprendió Willi–, hay que buscar a una mujer que por primera vez haya tenido la menstruación, y poner su sangre en la herida para que absorba el veneno; de lo contrario, puede que haya que amputar, porque el veneno se extiende como la pólvora.

En otras palabras, me habla de sus días trabajando con el trapiche, ese tradicional molino que, tirado por algún animal, movía los rodillos que prensaban la caña de azúcar. Días más tranquilos que aquellos de Cali, ciudad desgraciadamente peligrosa –más por aquel entonces que ahora, algo ha mejorado, parece ser–, en los que se tenía que ganarse la vida, o mejor dicho, jugársela, como conductor de autobuses. A las 5 de la mañana, encendía motores y se lanzaba con el autobús a una larga jornada que terminaba a las once de la noche. Algunas vidas no son tan sencillas. Tras la dura batalla del día, a oscuras y en grupo –como actúan normalmente–, unos cobardes malhechores subían al bus y le pedían, a punta de cuchillo, todo el dinero que había recaudado en la jornada, que por aquel entonces, había de llevarlo encima, en los bolsillos. Por si fuera poco, a otros conductores compañeros suyos, el patrón les exigía el dinero, hubiera pasado lo que hubiera pasado. Su patrón, más amable, de corazón más limpio, le decía que nunca se jugara la vida. Aun así, Willi no estaba dispuesto a que su esfuerzo y su trabajo fuera a parar a sucias garras. En el primer atraco, de los catorce que sufrió en un año, les dio el dinero.

Después, decidió viajar siempre con un machete. Cada vez que le atracaban, les daba un golpe de machete en el brazo y huían con su miseria. Una vez no huyeron, y la realidad se volvió peliaguda: o era más contundente o le mataban. Fue más contundente. Más inocente es su sangre. Algunas vidas no son tan sencillas. La hermosa tierra de Colombia sigue estando sedienta de paz.

Como la vida misma, rica y variada, vinieron cuentos de otros colores. Algunos bonitos, como el de aquel hombre que trabajaba en la empresa de textiles Lanera del pacífico. Quedó ciego en un accidente en el trabajo. Desde entonces –voluntad de mar–, sigue trabajando y no ha vuelto a tener ningún percance. Parece que cuando le sustituyen por vacaciones, siempre hay alguno que se pilla la mano con la máquina. Se llama Pedro esta alma corajuda. Le contaba a Willi –que no dejaba de sorprenderse con él– que jugaba al fútbol. Lo hacía con una pelota que tenía dentro chilindrines, que sonaban y le indicaban donde estaba el balón, y con agilidad e ilusión.

–Me alegro de verte –le decía Pedro, cuando se encontraban.

–Pedro, ¿cómo dices eso si no ves? –le contestaba, nuevamente sorprendido, Willi.

–Yo te veo en la imaginación –afirmaba Pedro, con rotundidad y alegría.

O ese otro de aquel tipo que, trabajando y estudiando la probabilidad, siempre ganaba la lotería una vez al mes. Con el dinero conseguido, se acercaba a los velorios para ayudar a las familias que no tenían para enterrar a sus muertos –cuando repartes con los demás, ¡siempre hay!, como la bendita olla de Pippo il Buono, que se rellenaba y se rellenaba…

También llegó uno que me trajo la buena carcajada. Fue compartiendo casa con alguien, cuando Willi se fabricó una alcancía –hucha–. En una caña de guadua –similar al bambú–, hizo una hendidura por donde echar las monedas, de manera que lo que entraba no podía salir. Allí iba poniendo sus pequeños ahorritos. Cuando fue a recoger la cosecha al cabo del tiempo, pensando que quizás estaba tardando en llenarse, se dio cuenta de que, por el otro lado de la estantería, alguien le había hecho un orificio de salida a aquella alcancía. Buena parte de lo que entró, salió con silenciosa sutileza.
Estas son sólo algunas de las historias que Willi lleva dentro de sí, porque como él dice “ha vivido cien vidas”. Historias que no guarda para él solo, sino para compartirlas con otros corazones y enriquecerlos. Así me ha sucedido a mí, que según las he ido escribiendo, he vuelto a gozar con ellas. Todos estos cuentos han acontecido en esos pequeños ratos que entreveran la santa rutina de los días: ratos ricos, ratos de gloria que azuzan la pasión en la aventura.

Entre cuento y cuento, entre respeto y sonrisa, entre dar y recibir, Willi y yo habíamos comenzado a tejer esa alma que vuela en dos hombres: la amistad. Grande era el regalo y grande tenía que ser la celebración. El primer fin de semana que Willi tuvo libre –apenas tiene–, me abrió las puertas de su casa y de su familia. Sin haber ningún cuento específico en nuestras conversaciones sobre el arte de los fuegos y las especias, había habido lugar muchas veces para los alimentos y sus sabores. Cuánto he disfrutado conociendo y recordando frutas tropicales con Willi, qué espectáculo de color, sonido, tacto y olor, pues uno se imagina árboles, paisajes, cestas llenas y pulpas al descubierto: la pequeña guayaba, la guanábana, que puede ser gigante, las jugosas pitahayas amarilla y roja, la sutil y dulce badea… La celebración tenía que ser en una buena mesa. ¡Y vaya si lo fue!.

Era el día grande. Con el corazón a punto estaba llamando a la puerta de casa de Willi. Me recibió Consuelo, su mujer, con su voz y su rostro amables. Con mi querido amigo me topé en el salón, una estancia bañada por un suave naranja: un color no muy común y, sin embargo, muy cálido, original, que te invita, que recuerda a esa cercanía colombiana que siempre me he encontrado en el camino. Desde la terraza, se puede contemplar la Gran Cruz y una gozosa vista de la sierra, se pueden alcanzar fácilmente los besos del mundo. Al tiempo, salió el novio de su hija, Roly –Rolling Stone, como le llama Willi–, un joven boliviano de ojos negros y corazón noble. Y faltaba su hija, Lisbet, agradable y tan acogedora como su madre. Consuelo nos regaló sus diestras manos con un colosal sancocho: con su caldo, su gallina, su plátano macho y su patata –ambos en su punto–, la deliciosa sorpresa de la yuca, tan tierna, tan rica –fue como encontrar un tesoro en el fondo del mar–. Un caldero bailado al fuego, cuidado, exquisito. Después una buena pieza de pollo con su arroz y con una fresca, suculenta ensalada cruda de tomate, cebolla, aguacate y cilantro: sencillo y aromático placer. Todo regado con la receta de trigo alemana de los paolanos –de san Francisco de Paula–, que a Roly le engolosinó y a Lisbet le recordó a la chicha de maíz de su tierra: agua, clavos, canela, hojas de naranjo, maíz… ¡y a fermentar! –algún día, si es de Dios, quizás aterrice en Colombia y me vuelva más loco gozando las delicias de su tierra. Y faltaba una cosa bonita: ¡postre de mora, por cortesía de Lisbet!.

A todo este cariño sobre la mesa, sumo la luz de los cercanos ojos que me acompañaron y el calor de las palabras. El buen sabor a familia de Roly, la honradez y la entrega de Lisbet en su trabajo –qué gusto escuchar cómo se introduce en las personas, disfrutando y sufriendo con ellas–, el tranquilo estar de Consuelo y el silencio agradecido de Willi, que vivió la comida desde el sabio asiento de la escucha.

Esta casa sabe a familia, es decir, a cariño, a unión. Eso fue lo que me llevé: un hermoso corazón colombiano que ha traído la música de sus latidos a España por un tiempo, un corazón luchador que avanza tratando de vivir cerca, de compartir, de dar –como han hecho conmigo– sin esperar nada.
Gracias Willi, por invitarme a pasear por los caminos de tu vida. Gracias por invitarme a tu casa, a tu hogar, a tu preciosa familia.

“Que hagas las cosas de corazón es muy bonito, pero…”, “la vida no es un cuento”, “no todo es poesía”, “estás en las nubes”. Estas sentencias son el vaso medio vacío de agua tibia que a menudo me cae de manos de gentes, normalmente cercanas. Con ellas pretenden seguramente enseñarme. Con todo cariño pienso que no deja de ser una discapacidad para la belleza, el momento, la escucha, la caricia… De todas formas, nadie es profeta en su tierra, siempre ha sido así. Y pienso también: ¿qué es lo que más nos define?: que somos hijos, hijos de nuestro Padre. Un Padre amante que, desde que fuimos concebidos, nos está contando…: el Cuento.

Pues sí, la vida es cuento, que no utopía. Pues sí, los corazones han de ser bonitos, que no sentimentales, cursis o absurdos. Y sí, hay que amar, hay que obrar amando, hay que dejarse la piel amando, no sólo… oír hablar de Amor, aun todos los días. Obras cada día, pues cada día es para nosotros, no sólo… algunos. La vida es cuento porque es para los niños, susurros y manos que los toman, caricias y oídos que las ven. Canto yo a voz llena lo que canta Joaquín Sabina en su alegre y bonita ranchera “Noches de boda” –os recomiendo esos minutos simpáticos, junto a Chavela Vargas–: ¡que el corazón no se pase de moda!.

Al lado de Willi, la historia siempre continúa. Esta misma tarde me he encontrado con él, tal vez hacía un par de semanas que no coincidíamos en el tren. Rascándome un picor en la pierna, me dice que si me ha picado una culebra. Ya tenemos risa. Después, me dice: “hoy maté una”. Incorregible, Willi lleva dentro las raíces del campo, lo vive hasta en la ciudad. De golpe, me cuenta otro puñado de inauditos remedios de aquellos indios inteligentes. Mientras lleno mi cantarillo con su agua fresca, en el mismo tono vivaz y sereno con el que me canta, manteniendo la misma armonía, dice, hablándome de esos remedios, que parecen un juego o una broma; pero, habiéndole preguntado…, queda una realidad: ¡todos se curan!.
El primero es para curar la disipela, una enfermedad bacteriana de la piel, que se enrojece y, a través de una llaga, se puede descomponer; incluso, si llega a los testículos, puede ocasionar la muerte. ¿La solución?: sapo. Hay que frotar la barriga del animal por la piel infectada varias veces; al final, el rojo tiñe la pequeña blanca barriga. Después, se atan las patas del sapo a un bejuco –una liana– del árbol, y se le deja colgando cabeza abajo y, como un termómetro, según se va secando –se va muriendo– este, se va secando la piel y se va curando la enfermedad.

Pero las propiedades del sapo no se quedan ahí. También se utiliza –y de una forma cotidiana, al menos en Colombia– como prueba de embarazo. Se pasa la tripa del sapo por el vientre de la mujer embarazada, y si la piel del sapo se vuelve roja, es que hay regalo, siendo el resultado negativo si permanece blanca. Willi, espabilado como es, descubriendo la utilidad de este pequeño batracio, salía por las noches a su caza. Cogía entre cincuenta y cien por excursión nocturna y luego los vendía a la seguridad social y a los hospitales: vendía sapos o altavoces de dichosas nuevas para muchas mujeres.

Otra enfermedad que, sobre todo en los países más pobres, afecta a los niños es la tosferina, que hoy en día provoca cientos de miles de muertes al año en todo el mundo. Consiste en una tos violenta que produce sensación de asfixia. Para estos pequeños, el remedio de los indios es coger el estiércol –la caca– de la vaca, recién ha hecho su necesidad –bien calentita, dice Willi–, y hecharlo en un cazo con leche también recién ordeñada. Se cuela esa leche en un vaso y, bien calentita, se le da al niño. Repitiendo el proceso varias veces al día, el crío se cura.

Siguiendo con los niños, me expone el singular remedio para otras dolencias que les afectan: las hernias inguinales y umbilicales. Ojo al dato. Se coge el pie derecho del niño, se pone en el árbol del aguacate y se saca una plantilla cortando la corteza. La plantilla se coloca en cualquier lugar de manera que quede colgando. A medida que la plantilla se va secando –como el sapo en la disipela– y el árbol va regenerando su corteza, la hernia se cura. Siempre que todo esto se haya hecho en luna menguante.

Y como en Willi no hay dos sin tres, con la luna nos trasladamos a los árboles. Si se planta cualquier árbol en luna menguante, crecerá más lento, pero “cargará más” –dará más fruto–. ¿Cuánto más fruto? Por ejemplo, en el caso de las badeas, una cosecha normal suele dar unos treinta o cuarenta mamotretos. Willi plantó una vez en dicha luna, y en la primera cosecha sacó ¡setenta badeas!; en la segunda, ¡ciento diez! –espíritu generoso, algunas las vendió y otras las repartió entre los vecinos para que se tomaran un feliz zumo–. Dicen de esta fruta que su sabor es excelente, como su aroma. E interesantes son sus propiedades medicinales: sirve para tratar el colesterol alto; sus raíces sirven para eliminar los gusanos intestinales; en su contenido hay un alto potencial de serotonina, que es un potente neurotransmisor necesario para mantener en buen estado el cerebro, previniendo la depresión, la obesidad, el insomnio y las migrañas. En su composición química, posee la mayor cantidad de niacina. Además, su flor es una de las más bonitas del reino vegetal. En fin, que “la gente del campo mira la luna, no planta en cualquier tiempo”: ¡se juegan muchas cosechas!. Hay otro factor importante a la hora de plantar: en vez de plantar de pie, hacerlo de rodillas. De esta manera, el árbol o la planta crecen más rápido y dan más fruto. Willi lo comprobó, por ejemplo, con la planta de coco.

Dice que le quedó un remedio por comprobar: el del cáncer. Palabra de indio, se pone a hervir un buitre –viven en los guaduales y en las montañas– en tres litros de agua y se deja reducir hasta la mitad. Se obtienen así siete raciones, que tomándolas curan el cáncer –en general, no le dijeron ninguno en concreto–. No pudo comprobar la eficacia de este antídoto porque, más allá de las selvas, la gente no se atreve a tomar… ¡caldo carroñero!.

Se goza escuchando a Willi, porque sus palabras y su manera de contarlas son auténticas como la vida lo es, sin titubeos ni cuentos chinos, con sencillez.

–Ha pasado volando el trayecto –le digo–, saborearé ahora tantas cosas que me has contado…

–Te quedarás “botando corriente” –me dice–, porque cuando pensamos gastamos energía –otra vez, ¡y cuántas van!, carcajada limpia.

Según sigamos compartiendo vida, Willi y yo seguiremos contándonos y contándonos, emocionándonos y disfrutando, hasta el esplendoroso final del increíble cuento del que somos protagonistas.

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