El hombre –desde tiempos inmemoriales– ha investigado, con toda la fuerza de su ilusión, esa línea donde se unen la oscuridad y la luz, esa línea que se llama penumbra, esa línea que se llama vida.
Desde tiempos inmemoriales, es decir, aquellos de los que no tenemos ni memoria, el hombre ha contado historias; principalmente, se las ha contado a sus hijos. Algunas eran historias terribles: historias de muerte y desolación, de monstruos y de pecados, de maldad y de un profundo miedo: miedo por la terrible ignorancia que siempre se ha cernido sobre el hombre cuando quería explicar quien era él.
Pero en la realidad se dan muchas más presencias que ausencias, mucho más bien que mal, y el hombre sabe mirar… cuando quiere; porque, cuando quiere, el hombre sabe callar –y escuchar y aprender–, y sabe observar –para deslizarse en la entretela de la belleza y resurgir de allí hecho Dios.
Por eso, el hombre –desde tiempos inmemoriales– ha investigado, con toda la fuerza de su ilusión, esa línea donde se unen la oscuridad y la luz, esa línea que se llama penumbra, esa línea que se llama vida. Y allí, en la profundidad del inmenso misterio que se llama hombre, ha descubierto que existen unos seres –bellos como cada una de las lágrimas del arco iris o como cada una de las notas de las hojas del otoño– que mantienen el mundo cosido y le enseñan que son los pequeños detalles de amor los que mantienen el mal a raya. Y el hombre descubrió el espíritu.
Cierto es que lo que mueve toda energía es espiritual, y el hombre lo es, pero está encarnado; y los seres que descubrió eran espíritus puros, por lo que andaban por la energía como Pedro por su casa, y jugaban con ella aceptando su ritmo y su cadencia, pero imprimiéndole sus propias sorpresas.
Esos seres, que la mayoría de los hombres llamaron hadas, bien podrían denominarse duendes, o de otras muchas formas…, mas lo importante es descubrir que siempre han estado a nuestro lado, arreglando nuestros destrozos o admirándose por nuestras creaciones, curando todo aquello que corrompemos o sonriendo agradecidos al ver todo aquello que nos hace felices; y, así, llegaron a pintar ese mundo de las hadas en el que vivimos, ese mundo que llevamos tantos milenios queriendo aniquilar.
La ilusión es el camino de los fuertes, de los que nunca tiran la toalla, de aquellos que hacen mejor el Mundo: ahí es donde viven. Si aprendemos a mirar, si aprendemos a escuchar, quizá nos demos cuenta de cómo esos seres trabajan, de cómo la belleza regenera todo. Y, por fin, podamos asegurar, que hemos logrado resucitar, junto con su ayuda, el Mundo de los ángeles… –sí, también tienen ese nombre.