De aquellos polvos estos lodos… Y así volvemos a besar el barro, no vaya a ser que algún día descubramos que también nosotros merecemos quedar sanos. El hombre está lleno de dolor, quizá por eso cuando se decide a ser amante lo sea…, y tan bueno. El hombre está lleno de miedo, quizá por eso cuando lo supera se convierte en sabio, se sabe niño y se deja de sandeces. El hombre, al fin, está lleno de vacío, quizá por eso cuando recala en alguna tranquila playa se llena de todo y cambia el mundo.
Así es, el hombre lleva consigo una grandeza tan inabarcable, y un misterio tan profundo vive en su naturaleza que, desde la noche de su historia, conoce su poder y su desgracia, se sabe libre y perdido al mismo tiempo. Al fin y al cabo, la principal ocupación de cada hombre es uno mismo.
El problema es que estamos constantemente pensando en nuestras cagadas. No conseguimos olvidar nuestros errores, nuestros desencuentros, nuestras payasadas. Cargamos con piedras que exceden a nuestras fuerzas y creemos que debemos llevarlas siempre, pensamos que nos definen y que nos han llevado a ser lo que somos. Tiramos la toalla hace muchos años y aún sigue en el suelo.
De vez en cuando encontramos a personas que se dicen felices, pero si convivimos un poco con ellas descubrimos el dolor, el vacío, los errores… hasta que, por fin, llegamos a los desencuentros. Después nos molestan, y ya no queremos compartir más: bastante tenemos nosotros con nuestros problemas como para llevar los de otros. Y así nos olvidamos de hablar, de comunicar, de compartir.
Y al final, cuando se dibujan en nuestra frente los colores de las últimas malvas, nos acojonamos por última vez, preguntándonos quizá por qué ha llovido tanto sobre mojado, cuál fue el momento en el que perdimos la ilusión y la lealtad, cuándo nos dejamos de querer.
Sin embargo, nuestra grandeza nos levanta y nuestro misterio nos hace resurgir, porque por muy duro o muy blando que sea el mundo nosotros ya lo conquistamos hace tiempo, y en cada hálito de luz descubrimos la sombra de un Dios que nunca ha dejado de abrazarnos.
Si buscas el infinito cierra los ojos, quizá por eso los ciegos aún tiene manos y los demás nos vamos desparramando de una insensatez en otra, calculando siempre el alcance de nuestros sueños sin haber aprendido a dormir nunca. Cuando la noche reina el barco es la cama, aunque tantos haya que cambien los mares de los sueños por el neón de las acequias: se dan muchos prosaicos en esta tierra de oportunidades.
De todas formas, algunos deberían hacer un curso –largo y pausado– para aprender a consolar, para aprender a escuchar y, sobre todo, para aprender a contemplar lo que duele y lo que sana…, y el ritmo propio de cada alma.
Cuántos hay dispuestos a hablar, a contar todos sus males…, que cuando llega el momento de que ellos hagan algo salen por patas, utilizando cualquier pretexto, principalmente el es que yo no sé hacerlo, no estoy preparado, sería mejor que otro más cualificado se ocupase de lo que me cuentas.
Sí, de aquellos polvos estos barros…, pero, joder, cómo brilla el corazón cuando, después de una tormentosa lluvia, renace limpio de sus cenizas. Y el olor que queda en la piel después de haber sobrevivido a mil batallas debe ser lo más parecido a ese cielo del que tantos hablan y nadie ha contemplado. Por eso, y por tanto más, seguiremos caminando para tornar cada momento de nuestra nuestra historia en húmedos versos que cantar al norte. Nuestros verdaderos amigos sabrán de lo que hablamos y gozarán nuestros abrazos, y los demás se quedarán en el camino.