«No nos damos cuenta, o poco caemos en ella, de algo tan pequeño como importante: la absoluta necesidad de abrazos en la que vivimos»
Dicen algunas lenguas que España va mal, que se ha cumplido la maldición que recayó sobre esta tierra de fuertes en la década de los ochenta: ya no la conoce ni la madre que la parió. Dicen que no quedan valores que guíen a sus gentes hacia el arte de hacer belleza, de humanizar una tierra, de escarbar en las raíces enfermas del pasado y aplicar el remedio necesario que nos ayude a sanar el presente para poder proyectarnos hacia un futuro lleno de esperanza. Dicen, dicen…, dicen.
Acostumbrados, como estamos, a pisar el asfalto sin mirar lo que allí se esconde…; acostumbrados, como estamos, a pensar constantemente en nuestra apetencia…; acostumbrados, en fin, como estamos, a enajenarnos constantemente en la búsqueda de un goce o finalidad que destruya el tremendo aburrimiento en el que nos metemos y nos meten a diario; no nos damos cuenta, o poco caemos en ella, de algo tan pequeño como importante: la absoluta necesidad de abrazos en la que vivimos. ¿Acaso exigiendo sin descanso afecto creemos que conseguiremos cubrir y sanar la tremenda desnudez a la que nos hemos sometido?
Cuando pensamos no queremos, cuando oímos no escuchamos, cuando hablamos no expresamos, cuando vemos no observamos…, y así nos luce el pelo. Y tantas veces renunciamos a nuestra grandeza por un plato de lentejas, quince minutos de fama, un mísero cuenco repleto de oro o la pobreza de un afecto, que más que querer nos miente, que acabamos olvidando el océano inmenso, la riqueza de toda la tierra, la majestuosa sensibilidad de nuestra piel, el gozoso baile de unas manos libres…, y la profunda belleza de nuestra palabra.
Sinceramente, mientras haya una sola persona a la que neguemos nuestro cariño y nuestra verdad, más que una estatua de sal nos tornaremos en pazguatos mochileros remendados de falsas perfecciones o seguridades, que de nada nos valdrán cuando andemos esta vida o atravesemos el oscuro mar de Calígine, salvo para lanzarnos con más fuerza hacia el vacío de una existencia plenamente despersonalizada, deshumanizada, desalmada y llena de rencores. La mentira será nuestra bandera y la cobardía nuestro estigma, por mucho que intentemos justificarnos en la aguas tranquilas o revueltas de cualquier sentimiento pseudo religioso.
En el silencio de esta noche de este otoño de Madrid, las luces intermitentes de tantas almas que se desangran intentando conciliar un sueño reparador que nunca les llega terminarán definitivamente con la llegada del nuevo sol, y la desoladora inquietud de la ausencia de honor será vacunada con la aurora de un perdón y de un abrazo que nos hará resurgir, al menos a algunos, de toda esta sinrazón de la que otros hablan, para llegar a andar lo que siempre hemos amado.