Todos tenemos una familia por ley de la naturaleza. Aunque te abandonaran, aunque seas adoptado, aunque no te hables con ellos, aunque reniegues de tu apellido. A día de hoy no existe ningún ser humano sin, al menos en términos biológicos, una madre y un padre. A partir de esa semilla los lazos se pueden extender en un gigantesco árbol genealógico o en un diminuto bonsái familiar. Ahí no me voy a extender, porque, en realidad, yo quería escribir sobre otra familia. La que te inventas, la que creas en momentos de necesidad, y no me refiero estrictamente a la amistad, que puede y suele confluir, sino a situaciones puntuales en las que un grupo de semi desconocidos convive y pelea con la cotidianeidad como una familia, llamémosla, de emergencia.
Mi primera familia de emergencia brotó en Berlín. Era el año 2012, vértigo me da decir que pasaron diez años, y yo estaba en un avión desde la capital española hacia la capital alemana, dubitativo, porque aquella beca Eramus que me concedieron no fue una decisión propia, sino premio a la obsesión de Natalia, una amiga que me obligó a rellenar papel tras papel, que me recordó fechas de exámenes, que me guio a través de una burocracia en la que yo solo hubiera naufragado a la primera ola. Por supuesto, todo para no irse sola. Confiado en encontrar piso rápidamente, llegué a su casa en Bellevue, con ella y con Lucía, su poco informada compañera de piso, que veía pasar días y semanas y a aquel desastre con pinta de turco ocupando su salón y durmiendo en su sofá. La relación se tensó, con Lucía y con Natalia. Por fin encontré un piso perfecto, con la excepción de que era para compartir con alguien más. Por esos chistes que yo también haría si fuera un demiurgo como el destino, la única persona que yo conocía en Berlín buscando piso era mi ex. Después de una conversación difícil y divertida, ella acabó presentándome al cuarto integrante de la incipiente familia de emergencia: Rodrigo, enseguida conocido y nombrado como Roy. La primera semana estuvimos sin internet y volví a okupar, ahora además junto con mi compañero, la casa de Bellevue. Desde el primer momento surgió la familia Natalia–Lucía–Roy–Sergio, una familia disfuncional en que la patria potestad iba mutando entre sus integrantes. A ratos Natalia y Lucía eran nuestras madres y nos mandaban a la ducha, a veces Lucía y yo éramos los hijos de un matrimonio que no cesaba en su eterna discusión, en contadas ocasiones Roy y yo nos comportamos como las personas maduras que no éramos. Los roles giraban y se transformaban, pero cumplían una función muy valiosa que solamente entendí una década después. Éramos cuatro casi adolescentes que saltaban del nido y nos necesitábamos. Nos cuidábamos, nos soportábamos, nos criticábamos abiertamente, nos divertíamos, viajábamos juntos, nos animábamos los unos a los otros, nos puteábamos y nos volvíamos a divertir. Nuestras dos casas se hermanaron hasta el final del año. Desde nuestro regreso a España, nos encontramos una sola vez más los cuatro. La emergencia había pasado, aquella familia se evaporó.
La siguiente familia de emergencia a la que pertenecí fue muy especial, porque me acogieron ellos a mí en mi propia ciudad. Me permitieron pertenecer, aunque yo no lo necesitaba. Yo vivía en Madrid, 2017, vértigo de escribir esto ya un lustro después, y vivía con mi familia real, con la natural. En un momento dado, a mí me pica aquella libertad radical saboreada en Berlín y decido salir de casa de mis padres. Un amigo argentino me cuenta que uno de sus compañeros está a punto de salir del piso y acordamos mi entrada a la casa, situada en Atocha. Una noche de fiesta me presenta a Lore, colombiana y verdadero corazón de Atocha, la mandamás. Nos caemos relativamente bien, tampoco nos da tiempo a conocernos, pero ella acepta y poco después estoy en un minúsculo cuartito que da a un patio interior, con el neonato calor del mes de abril aterrándome con la perspectiva del verano, pero feliz. Feliz porque volvía a sentir esa responsabilidad de llevar las riendas de mi vida, siempre desbocada y tras la que, a día de hoy, sigo corriendo con la lengua fuera. Feliz porque se abría una nueva etapa, en plena superación de la ruptura con Diana, inmerso en un Máster de escritura creativa, con la creación de una nueva familia de emergencia en marcha, descubriendo a fondo las culturas argentina y colombiana, lo cual cambiaría mi vida poco después. Era primavera y yo tenía ganas de florecer. Aquella familia de sudamericanos desterrados en Madrid que se gestaba y, de alguna extraña manera, me incluyó, me enseñó a salir de fiesta y, primero a soportar, después a encontrarle gusto y, finalmente, a adorar el reggaetón. Ahora bien, eso es anécdota y superficialidad. Me enseñó otras cosas mucho más importantes. Por ejemplo, que, aunque tengas a tu familia a diez mil kilómetros, a un océano, e incluso muerta, puedes construir un hogar, con un calor cómplice, con una carga compartida. Me aportó cultura y palabras, me aportó compañeros de viaje, me aportó despedidas desgarradoras y reencuentros intensos. Duró menos de un año, me sorprende pensar que apenas duró seis meses. Qué intensidad, porque estábamos ahí en todo momento. Lore, Isa y Pipe se graduaban y estábamos ahí. El Chino quería salir de fiesta y estábamos ahí. Manucho y yo participábamos en una lectura de poemas y estábamos ahí. Y para mí el momento culminante como familia: la apendicitis de Markuza. Es extraño recordar un pasaje de dolor y preocupación como máxima expresión de lo que construimos esos meses, pero ahí nos definimos como familia de emergencia. Para salir de fiesta, cualquiera vale. Para ir al hospital, hacer turnos, comunicarse con Argentina, acoger a un recién operado, visitarle, mejor que tengas una familia cerca. Creo que Markuza la tuvo. Estoy orgulloso de haber formado parte.
Escribo estas líneas durante mi última noche en Malta, separado del mar por una carretera, con unas magníficas vistas al puerto y con un viejísimo ventilador de tres aspas amenazando con caer sobre Paola, que duerme plácidamente, algo brillante por el pegajoso sudor que nos asedia en esta isla. El reloj pasa de las 4 de la madrugada, un recién nacido día de septiembre. Es 2022. Pao vino aquí a estudiar, hace ya casi un mes, y yo a visitarla y a trabajar desde aquí, hace dos semanas. A ella le correspondía una casa que le asignaba la academia. Cayó en casa de Fiona, una pirata de buen corazón. Escondida tras una coraza de mujer ruda, pelo corto y tintado, una presencia robusta y un acento rasgado, cierta inclinación a la fiesta y al vino, y un interés algo desmedido por sacarnos dinero, encontramos a una madre soltera, superviviente en un país caro, malabarista entre el placer y el deber, con una vida, si no plagada, al menos salpicada de sufrimiento. Eso no quita una verdad desagradable: la casa es un desastre. Sucia, pequeña, destartalada. En el momento de máxima ocupación éramos seis adultos de seis nacionalidades distintas, una niña, dos perros, un gato y algunos insectos. El baño de huéspedes es criminalmente diminuto y su suelo está eternamente mojado. En el suelo del salón encuentras continuamente excrementos de perro. A pesar de este contexto, vislumbré por un instante, hace unas noches, la posibilidad de creación de una familia de emergencia. Vino Sasha, el hijo mayor y transexual de Fiona y, gracias al nombre de uno de los perros, Tupac, entablamos conversación sobre rap. Estaba presente Joyce, una divina chica francesa nacida en Guadalupe, con una piel negra preciosa que escribo para no olvidar. Joyce compartió cuarto con Pao antes de llegar yo y eso estrechó mucho su vínculo. Se notaba el cariño que se tenían y cómo se esforzaban por entenderse la una a la otra en inglés, Pao buscándome con la mirada para afirmarse, Joyce estirando los labios en besos imaginarios con su fortísimo acento francés. Con Joyce habíamos salido, habíamos comido, habíamos bailado, habíamos hecho turismo. La complicidad estaba armada con ella. Con Fiona hablábamos mientras cenábamos, o ella hablaba y nosotros luchábamos por entender. A Sasha le conocimos esa noche. Ah, y, por supuesto, Mía, la hija menor de Fiona. A ella sí la conocíamos y aquella noche, mientras los adultos hablábamos, ella, silenciosa porque le convenía, iba preparando el Monopoly, juego en el que todos le habíamos negado nuestra participación. Pequeña manipuladora. Por esos gestos callados de Mía, o el interés que ponía a las cosas Sasha, o porque Fiona se arrancó a hablar de la relación con sus hijas, de la hiperactividad extrema de Heidi, la del medio, o porque yo rapeé, o porque Pao habló de su país y Joyce del suyo, o porque hablábamos todos a la vez, excitados por la conversación y por el reto del idioma, e íbamos subiendo el tono… la verdad, no sé la razón exacta, pero sí sentí que, en apenas unos minutos, aquella era una escena familiar. Malta es una isla de familias de urgencia: está llena de personas que vienen a estudiar inglés desde dos semanas a nueve meses. Estas personas se terminan encontrando, como he visto en Pao. De natural introvertida, cuando llegué, ella tenía su propia familia de emergencia: Melania, una argentina preocupadísima por no perder el último bus; Joylene, una francesa vital que siempre estaba de broma; Franz, el prototípico alemán con una cerveza en cada mano; Nabile, una franco–argelina, musulmana, aventurera, sonriente y pelirroja; Michel, un belga con coleta, acogedor y hospitalario; Rastislav, un eslovaco bastante odioso al que llamaban por error Bratislava; Monique, una señora francesa que tomaba más mojitos y bailaba más canciones de las que hubiéramos imaginado; y Marko, una japonesa introvertida con una valentía oculta que hizo llorar a la familia cuando la descubrió. Y, por supuesto, Joyce, la bella guadalupense. Y por poco tiempo y mala fortuna no se unió Yesenia, una mexicana que llegó a casa de Fiona y que tiene dinamita en el habla y un carácter transparente. También por poco tiempo y por fortuna no se unió Catarina, una italiana con la que también compartimos casa y seguramente nada más. He querido describir un poco la familia de Pao, que amablemente me acogió a mí también, porque, aunque hoy, esta noche, nos parezca mentira, este tipo de familias se olvidan con el tiempo. Es la parte mala de la urgencia, el vínculo es magnético, pero casi siempre superficial. No me gusta terminar estos textos con nostalgia; además, hay razones que invitan al optimismo: Joyce viaja a Madrid en noviembre y, probablemente, se hospede en nuestra casa; Lore llega en quince días y nos reencontraremos después de un año; buscando el apellido de Roy encontré un texto sobre él y lo compartí con Natalia, resucitando esa conexión perdida. Y el viejo ventilador sigue ronroneando, sin caer, sobre la cabeza de Paola, que, en esta habitación de dos, es, de lejos, la que más sabe sobre familias de emergencia.