En una pequeña esquina de una calle de Madrid, del Madrid antiguo, vive un pequeño farol –aunque más que vivir muere–, que en casi cuarenta años ha estado encendido cuatro veces. Su problema es que cada vez que se encendía llegaba un listillo y le daba una pedrada –aún existen algunos y algunas que nunca cometieron pecado, parece–.Y así se volvía a quedar, totalmente apagado hasta que la magia de la vida le volvía a llenar los cables de ilusión y volvía a encenderse.

La esquina donde habita no es muy grande, pero en ella se han dado cita varios centenares de personas a lo largo de esos años. Por eso le pusieron allí, para que alumbrara, aunque fuera poco, ese precioso lugar y a esas preciosas personas… Sin embargo, la última vez algo cambió. Cuando le lanzaron la cuarta piedra la ciudad había cambiado alrededor suyo. Y hace tres días, otra clase de listillo pasó por allí, y pensó que era absurdo seguir manteniendo algo tan viejo que siempre estaba apagado. Ese listillo nada sabía en absoluto de todas las sandeces que pensaba, pero este mundo es así, la opinión es dios.

Ayer, domingo, una pareja de amigos había quedado en esa esquina, luego irían a tomarse un bocadillo de calamares a la Plaza Mayor, pero el lugar estaba demasiado oscuro y siguieron adelante. A partir de ahora nadie ya se besará bajo esa luz, ni se encontrarán allí, ni volverán a detenerse durante el breve instante que dura una caricia en ese mágico lugar. Curiosamente eso es lo mismo que les pasa a los seres humanos, antes o después les apedrean, antes o después les dan la patada.

Vivimos tiempos cobardes, rodeados de mediocres a los que no les gusta la luz, prefieren vivir entre tinieblas, porque así se ven menos sus constantes desvaríos. De todas formas, todavía podemos contemplar farolillos de pared en las esquinas de las ciudades; aún renacen entre nosotros personas que nos iluminan y son capaces de acariciarnos sin juzgarnos ni exigirnos nada a cambio. Aún nacen hombres que, por muy inútiles que otros crean que son, nos devuelven la belleza y el honor y la lealtad a nuestras casas, aunque algunos las hayan perdido por el camino y a otros les hayan echado de ellas.

Cuando la última luz se apague y expire la vida del último hombre sobre la tierra quizá nos reunamos todos en alguna que otra esquina para colocar un farol que nunca se apague, y así honrar la memoria de todos aquellos que dieron su sangre por nosotros. Puede que ahora, en algunos momentos, notemos cómo la magia abandona este mundo nuestro, puede que la agobiante tecnología y las insidiosas imágenes hayan abarcado más de la mitad del globo, pero hasta la luz de un pequeño fuego reina de una forma más eterna que todos los “industriales” logros humanos.

Una cantidad ingente de hombres piensan que mientras tengan algo nada se habrá perdido, la insensatez radica en que ese algo les irá carcomiendo por dentro hasta convertirles en tranquilas e inocentes babosas.

En una pequeña esquina de una pequeña calle de Madrid, cerca del mercado de San Miguel, vivía un farolillo de pared; hoy sólo quedan cuatro agujeros en ella, y la pobre se pensará que ahora tiene más cosas, que ha ganado algo, que ya los listillos no tirarán más piedras y que, antes o después, llegará algún profeta y la adornará con una gran luminaria de neón azul y así lucirán mucho más sus piedras. Al fin y al cabo, como diría Machado, todo pasa…, y lo único que queda es vacío, frío y mucha mierda.

Un comentario en «Heridos»

  1. No sólo es un bello texto que describe perfectamente los tiempos de oscuridad y estulticia que vivimos; también evoca y recuerda la pérdida de valor del ser humano y de la calidad de ser humano, hoy reducida básicamente a «ser vivo» (por aquello de que es capaz de respirar). Como si esto fuese lo único que importa.
    Nos han convertido en androides a punta de mascarilla.

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