VII

Después de hacer tres noches en Killarney, les llegó la hora de despedirse de sus anfitriones. Desayunaron, compartieron risas, fotos y abrazos con toda la familia y, agradecidos, partieron. En este día, no quisieron desaprovechar la oportunidad que les brindaba el maravilloso entorno natural de esta ciudad y decidieron descansar en él.

Antes de tocar la naturaleza, se acercaron a contemplar la catedral de Santa María. El templo, neogótico, reposa sobre una pradera. La esbeltez de su fachada, de su torre y de sus angostos vitrales aviva el espíritu, así como la precisa luminosidad que baña el altar.

Ya en pleno parque nacional, tomaron el campestre camino que conduce a las interesantes ruinas de la abadía de Muckross, conservadas en buen estado. En ella, se asentó, en el siglo XV, una comunidad de frailes franciscanos frecuentemente violentados. En siglos posteriores, sus inmediaciones se convirtieron en cementerio de algunos poetas de lengua gaélica de la zona; hoy en día, sigue ese sereno terruño sirviendo de reposo para los cuerpos. En los aledaños, la majestuosa presencia de unos viejos árboles, de ancho tronco y formidable porte, forma un tupido mágico bosque.

Su siguiente parada fue Muckross House, una mansión victoriana construida en el siglo XIX; más bien, la extraordinaria finca donde se asienta. Mientras algunos respiraban la placidez reinante paseando en carros de caballos, ellos prefirieron caminar por la vasta explanada que desde el umbral de la gran casa se extiende hasta el lago Muckross. Frente a las quietas aguas, se sentaron y echaron su alma a navegar…

Concluida la dichosa travesía, recorrieron de nuevo la explanada y llegaron hasta los jardines de la mansión: un espléndido espectáculo, donde cientos de especies vegetales de increíbles formas, tamaños y colores, perfectamente cuidadas, conviven para deleite de los bienaventurados que por allí paran.

Envueltos por el colosal follaje, se colaron en la eternidad, y cuando salieron de ella, las agujas del reloj les indicaron que era tiempo de emprender el retorno a la capital del país, donde pasarían la última noche de la recreadora aventura. En el Killarney Avenue Hotel, se echaron al coleto, entre otras cosas, el cordero local –de Kerry–; fueron atendidos por una cortés camarera croata, imbuida del espíritu irlandés: “lo que pueda hacer por ti, lo hago”.

Galopaban ya por las carreteras, rumbo a Dublín, a lomos de la esperanza derramada en el paisaje. El viaje fue tan placentero como en la ida. Hicieron una parada a resaltar: visitaron el pueblo de Adare, concretamente, se entretuvieron en sus artísticas casitas, con tejados de paja y alegres pinceladas en puertas y ventanas, en consonancia con los cromáticos jardines que agracian sus entradas; casitas que se acomodan en la imaginación de cualquier soñador. 

Ya en la capital, después de obtener su habitación en el mismo hotel en el que se habían hospedado en su primera estancia, se dejaron caer por el McDonald’s para divertirse un rato y bajaron las persianas de la relajada penúltima jornada…

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