Vivo en la Tierra, y lo que me interesa de vivir aquí es hacer sonreír a Dios.
Gianna Jessen
Decía Etty Hillesum, que nadie que quiera sanar a otra persona podrá lograrlo si no le ama. El amor sana, lo demás es poner parches. Por eso no nos extrañamos de que hayan querido –y sigan haciéndolo– corromper no sólo la palabra, sino también la realidad del único remedio que puede salvarnos y devolvernos nuestra grandeza: el amor.
Vivimos tiempos oscuros, donde los que deberían ser ejemplo están podridos, donde demasiados sólo miran por su terruño y ascienden a base de utilizar a los demás como peldaños. En estos tiempos, la mayoría de las diversiones consisten en herir al otro o a uno mismo. En estos tiempos, la búsqueda absoluta de felicidad ha llevado a la irracional búsqueda de placer y de gozo a toda costa.
Queremos tener…, tener de todo; pero, principalmente, queremos tener seguridad y control. Procurar la primera es una de las mayores tentaciones de nuestro siglo, acceder a la segunda –a parte de espejismo vano y sueño utópico– es conseguir dominar, llegar al poder, tener fama: la patraña más inservible que nos podamos creer, aunque tanto daño pueda llegar a ocasionar.
El amor que más necesitamos es aquel que jamás nos mereceremos: antes de existir nada éramos, por lo que no nos ganamos la vida. Todo el sustento que nos dieron hasta conseguir valernos por nosotros mismos tampoco lo merecimos, pues nada podíamos hacer para lograrlo, salvo vivir…: pero también vivíamos gracias a otros. Y lo poco o mucho que hemos aprendido antes de decidir qué queríamos saber, y todo el universo en el que existimos, jamás hicimos nada para merecerlo –aunque a ratos sí hacemos cosas para corromperlo–, al igual que la verdad, o nuestra grandeza, o la maravillosa inocencia de tantos…
Resulta profundamente penoso ver los valores que priman hoy día: el éxito material a toda costa, el control mental de los demás utilizando el maltrato psicológico principalmente; la adorada utopía de la salud, que acaba transformándose en la búsqueda de la eterna juventud; al absurda creencia en que la velocidad y la rapidez son síntomas de eficacia y eficiencia; el profundo individualismo que ha destrozado cualquier intento de familia libre, creativa y amante de la vida; la tan ponderada razón, que igualaron a ciencia y, por ende, a verdad; la palurda creencia en el evolucionismo bioquímico del ser humano, o en que es un compuesto dualista de alma y cuerpo, o, lo que es peor, en que descendemos de unos extraterrestres tremendamente evolucionados y asquerosamente inmortales.
En fin, cuando los hombres empiezan a pensar en lo que realmente les gustaría que fuera todo esto no hacen otra cosa que parir infiernos a cada cual más desgraciado. El hombre siempre ha sido un misterio para él mismo, y pocos se aventuran en el asombroso viaje que lleva hacia uno mismo: lo que antaño se llamaba conversión. Llegar hasta lo más hondo de nuestras raíces es comenzar a querernos, es iniciar la mayor aventura que alguien puede vivir. Y es cierto que nuestra raíz está enferma, pero con paciencia, cariño y la verdad que descubrimos cuando trabajamos juntos todo puede llegar a sanar.
En uno de los editoriales anteriores comentamos que algunos nosferatus nos han llevado hasta la Edad de las Tinieblas, pero no es menos cierto que, aunque vivamos en penumbra, siempre nos quedarán hálitos de esperanza con los que poder ver y distinguir dónde está el honor, la lealtad y todos esos hijos de puta que quieren aniquilarnos. Gracias a eso, sabremos luchar donde hay que hacerlo y descansar cuando llegue el momento, con una sonrisa en los labios y una luz en el alma, amando siempre, que no es otra cosa que vivir la verdad aunque nos lleve a la muerte –de todas formas…, morir, lo que es morir, todo el mundo lo cata; mejor, pues, entre abrazos. La alternativa es inhumana: sucumbir a la fuerza del sino y al cinismo trágico que le acompaña (cfr. A. de Silva).
Por eso, en los Ritmos del Siglo XXI, luchamos por el gremio y la cita de dos amantes; por memorias que nunca mueren y por el posible encuentro entre los hombres; por aquello que hace de la vida todo menos una pesadilla incontrolable. Luchamos por el brazo largo del honor y del recuerdo; por todo lo que puede levantar a un ser humano por encima de las arenas movedizas de sus propios estados emotivos, y darle el dominio sobre el tiempo pasajero (cfr. G. K. Chesterton).