El que quiera cambiar el mundo, que empiece por uno mismo.
Tantas veces vivimos esclavos de nuestros impulsos, animalados, deshumanizados. Tantas veces vivimos hacia fuera sin mirar en nuestro interior. Tantas veces hemos perdido ese celo exclusivamente humano por la excelencia… Y es que la mediocridad ha alcanzado niveles tan altos que hasta nos da miedo nuestro propio corazón. ¿Pero cómo se puede entender tal distorsión? ¿Cómo puede atemorar nuestro propio interior? ¿Cómo podemos temer lo mejor que tenemos?
Una de las cualidades personales es nuestra capacidad de amor. A veces da miedo el amor. Como decía san Agustín, si no quieres sufrir, no ames, pues amar significa desvivirse. La otra cara del amor es dejarse amar, pero esto significa confiar en que te quieran de verdad y en que no te romperán de nuevo el corazón. Aún así, san Agustín continuaba la frase: si no quieres amar ¿para qué vivir? Debemos aceptar que la realidad humana es insegura, hasta el mejor amigo puede rompernos el corazón ―y no por traidor sino porque, para empezar, todos morimos y dejamos de estar al lado de los que amamos―, pero necesitamos amar, amarnos y dejarnos amar para poder gustar la felicidad. De la misma forma, necesitamos recuperar la fe en la vida, por muy difícil que esta sea de controlar.
También nos da miedo nuestra relación profunda con la realidad. La existencia del ser humano no es aislada, alienada, despegada de la realidad sino que más bien co-existimos, convivimos con el mundo y con los demás. La realidad nos afecta, nos altera, nos marca, nos impresiona. También nosotros a ella: cambiamos la realidad, la transformamos, la humanizamos… En definitiva, existimos relacionados. Y esto es bueno pero a veces nos llega a dar miedo. Miedo a depender de lo exterior, miedo a las crisis sociales, a la ruptura, a que nos hagan daño, a sentir demasiado… La empatía del hombre no es solo emocional, ni su sensibilidad solo sensitiva o sensorial. El hombre co-existe con la realidad, depende de ella. Su esencia, su ser, su personalidad están ligadas a la realidad, especialmente a las demás personas: entidades exteriores que no podemos controlar. No somos autosuficientes: nos destruye la soledad. Pero además, la compañía también nos puede dañar. Somos frágiles, somos débiles, somos vulnerables. Pero olvidamos que si podemos controlar y liderar de forma independiente una cosa: la relación que tenemos con nosotros mismos, nuestra actitud personal. Por más que nos humillen, por más que nos roben o nos encarcelen, hay una realidad que nunca nos podrán tocar ni arrebatar: nuestra actitud personal y la conciencia de nuestra dignidad.
Otro miedo sorprendente que tenemos es el miedo la libertad. Y esto es porque es sinónimo de responsabilidad que, a su vez, es sinónimo de culpa ante el error. Como consecuencia, de nosotros depende hacernos dignos o no de nuestras vidas y de nuestras circunstancias. Por eso, la angustia aparece sobre todo cuando debemos crecer en responsabilidad. También aparece cuando nos topamos con acontecimientos que requieren tomar decisiones trascendentales, cuando nos encontramos en una crisis existencial o cuando, simplemente, reconocemos que debemos cambiar nuestra forma de ser o de pensar. Pero olvidamos que libertad y responsabilidad además significan que también somos meritorios de nuestros aciertos: merecemos el orgullo, el reconocimiento, la fama y el premio por el bien y los méritos que hagamos.
Además, nos da miedo la inteligencia. Nos da miedo porque la verdad muchas veces duele. También, el conocimiento de causa agudiza la responsabilidad; y, por último, porque conocer amplia, paradójicamente, el misterio. Me refiero a esas veces que conocemos pero no entendemos. Las nuevas realidades que descubrimos no solemos entenderlas: sabemos que existen pero no porqué están ahí, y esto nos impide predecirlas, controlarlas y/o evitarlas. Y queremos controlarlo todo. Da miedo reconocer que sufro si esto revela que no sé porqué sufro o no sé cómo evitarlo. Da miedo conocer mi dolor porque eso lo agudiza y lo hace más consciente. Da miedo conocer ya que cuanto más sé, más consciente soy de que no sé nada y me siento impotente. Nos escuece en la soberbia, nos hace sentir pequeños. Pero olvidamos que conocer también nos permite amar y amarnos, pues no se ama lo que no conoce. Conocer y comprender nuestro dolor es precisamente lo que nos permite liberarnos de él y darle respuesta.
Conocernos y comprendernos a nosotros mismos es precisamente lo que nos permite aceptarnos y así recuperar la autoestima dañada. Y poder conocernos hace también que podamos alcanzar a vislumbrar nuestra altísima dignidad de personas, nuestra grandeza personal, nuestro inmenso valor, descubriendo que verdaderamente es importante y bueno que existamos, que el mundo sería un lugar peor y más triste sin nosotros.
Estos cuatro miedos engendran un profundo miedo a la vida. Consiguen que perdamos el sentido de la vida. Luego, poco a poco la perjudica, la infesta y la empeora y cada vez cuesta más enfrentarse a su vacío. Hasta derivar en la depresión. Por eso debemos volver a entrar en nosotros mismos, recordar nuestra historia, observar nuestros sentimientos, nuestros deseos, nuestras relaciones… y redescubrirlas. A la vez debemos formarnos con libros o profesionales que puedan guiarnos adecuadamente hasta una visión profunda y sana de nosotros mismos y del ser humano en general.
Tenemos un arsenal de miedos y una capacidad sorprendente de progresar con ellos, y no a pesar de ellos.
En el largo plazo, tenemos miedo a quedarnos estancados. En palabras de Tony Robbins, ‘podemos usar el miedo a nuestro favor, si lo enfocamos adecuadamente’.
Y me parece fundamental este aporte, que nos invita a conocer nuestros miedos para, así, poder ejercer cierto «control» sobre ellos.