Mucho se ha hablado, a lo largo y a lo ancho del Universo, sobre lo que ha de hacer un hombre para llegar a conocerse, aunque no sé cuántos lo habrán conseguido…
La vida de un ser humano no suele ser muy larga –comparada con la de una montaña, por ejemplo, si se me permite hablar así–, sin embargo, ninguna vida llega a ser tan profunda, tan intensa y tan universal como la de un hombre. Aunque, para ser sinceros, deberíamos decir que esa vida es así cuando el hombre a descubierto quien es: su identidad, lo que le define, lo que realmente significa…, después podrá ser libre –o intentarlo, al menos: no es nada fácil el buen ejercicio de la propia libertad, pues conduce a una meta tan alta, a un yo tan intenso que ni siquiera el hombre, en sus más osadas imaginaciones, ha llegado a vislumbrarlo.
Mucho se ha hablado, a lo largo y a lo ancho del Universo, sobre lo que ha de hacer un hombre para llegar a conocerse, aunque no sé cuántos lo habrán conseguido… Por las consecuencias diría que no muchos, pero no soy profeta ni adivino. Estoy plenamente convencido de que en esta vida no llegaremos a conocernos del todo, y quizá lo que sí podamos llegar a conocer no sea ni la décima parte de lo que somos. Pero sí podemos iniciar ese viaje, esa descabellada y apasionante aventura, pues en eso consiste la vida: aventurarse a lo desconocido y a los desconocidos.
Cuando somos concebidos nada existe detrás, todo está por descubrir. Cuando nacemos al mundo, y a los demás, a los otros, comenzamos a saber que, efectivamente, eso es así: todo está por delante. En cambio, cuando llega el anochecer de nuestra vida, pensamos que casi todo quedó atrás, que poco nos depara el futuro. Sin embargo, nos engañamos, pues en realidad todo acaba de comenzar.
Es la búsqueda de nuestro propio rostro, de nuestro rostro verdadero, la que debería ocupar cada segundo de nuestros días, aunque sea una búsqueda sencilla y una expresión cotidiana; de otra forma, jamás hallaremos a los demás en su forma más intacta, e intentaremos por todos los medios que se parezcan a nosotros, o, por lo menos, a lo que creemos conocer de nosotros, que no será otra cosa más que nuestras propias ausencias, miedos, caprichos y sinrazones.
Quizá así entenderemos que la única forma de expresarnos en libertad sea amándonos: que es la única forma de sanarnos. Pero nadie ama lo que no conoce, o lo ama mal, a destiempo y fuera de lugar. Y sin embargo, la mayoría de las veces no hacemos otra cosa que lamentarnos por los paraísos perdidos…, paraísos que, por otro lado, nunca vivimos. Así entiendo la razón de por qué una persona como Lewis escribiera un libro como ese.
Como dice Eduardo, Mientras no tengamos rostro es un libro en el que late la pregunta que el hombre de todos los tiempos se ha planteado: ¿quien soy? No simplemente quien es el hombre en general, sino qué debe tener la vida para que sea “mi” vida, cómo lo que pasa puede llegar a ser lo que “me” pasa, qué debo hacer para que mi apariencia no sea una simple máscara sino mi verdadero rostro. Es la pregunta por el camino que debe seguir el hombre para descubrir su identidad personal: su nombre propio.
Para Lewis, el intento de dominar lo que soy, lo que vivo, lo que poseo y lo que amo, reviste siempre un carácter engañoso; querer controlar mi apariencia ante mí mismo y ante los demás no deja de ser una mascarada. Por eso sólo la apariencia rendida, entregada, sencilla, es convincente. Pero a esa autenticidad no se llega por un camino de esfuerzos, excesivamente lúcidos, por un desprendimiento inhumano, por una autonegación que casi sea un suicidio. El camino hacia la luz del propio rostro discurre con más simplicidad, sin sospechosas pretensiones ni histerismos, por derroteros de obediencia que –desde fuera– pueden parecer muy difíciles, pero que para el caminante se hacen asequibles y naturales, y que éste recorre casi sin darse cuenta, con espontánea sencillez.
La historia que presenta este libro es la historia de toda la humanidad, de toda ingenuidad infantil: la historia del verdadero corazón del hombre, en cuya búsqueda invertimos toda nuestra existencia. Es la historia del rostro auténtico del ser humano, rostro que es el único que puede dar sentido y unidad a los diversos aspectos –de técnica, poder, conocimiento, riqueza– de la vida del hombre.
Ilustración MIA® María Iglesias Alperi