Etimológicamente hablando, adviento proviene del término latino adventus, lo que significa llegada. Realmente, las palabras sin simplificar en latín son adventus Redemptoris, la venida del Redentor, es decir, la llegada de Jesús, el Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad. ¡Toma ya!
Hablar de esto hoy en día es como escribir en cuneiforme -la escritura de los sumerios-, o más raro incluso. Hoy en día todo el mundo conoce a Ironman o a Cocacola, pero no les preguntes qué son las bienaventuranzas o las obras de misericordia. Hoy en día todos están llenos de miedo por cosas como la pandemia, el virus…, pero si les mencionas Lucifer, el pecado original y los siete pecados capitales lo mismo van y te muestran una ristra de ajos, a lo sumo. Hoy en día, casi todos se abrazan con ilusión a la vacuna salvadora, creen de forma absoluta a la eterna palabra del médico o del científico y se tragan sin discutir cualquier pseudodiagnóstico psiquiátrico, neurológico o político; sin embargo, cuando les hablas del Redentor, de aquel que les salvará de las ataduras del pecado, quien les liberará de la muerte y de la condena al Infierno te miran con cara de asombro y te preguntan de qué serie les hablas… “¿Juego de Tronos?; los más avispados te aconsejan un buen psiquiatra.
Resulta tremendamente aterrador comprobar cómo el mundo ha olvidado todo, absolutamente todo, menos la razón: se ha vuelto totalmente loco. Por eso, es tremendamente aterrador ver cómo lo único que les mueve, en su mayoría, es única y exclusivamente lo que sienten: los seres humanos se han vuelto totalmente sentimentales a la hora de elegir los parámetros que mueven su vida y, por lo tanto, totalmente racionales a la hora de elegir lo que calma sus miedos o, lo que es lo mismo, su muerte.
No obstante, aún quedan muchos hombres que seguimos comprobando, con esperanza, cómo cuida Dios aún de esta Tierra de las Maravillas, de este Universo ilimitado que siempre fue la cuna del Hombre. Por eso, porque es tiempo de la llegada de Dios al Hombre, me encanta recordar las tres cosas por las que el Verbo de Dios se hizo carne. Al fin y al cabo, Dios no ha estado ni más lejos ni más cerca del ser humano en ninguna de sus épocas, pero en Navidad todo se hace uno.
Primero, el Verbo de Dios se hizo carne, se encarnó en las purísimas entrañas de María de Nazaret, para revelarnos quien es Dios, su Vida íntima; para decirnos que Dios es Padre, es Hijo y es Amor, es decir, Espíritu Santo. Lo más cerca que conocíamos los hombres esta Vida, sin pensar en ella, era la familia, porque la madre, el padre y el hijo, aún siendo tres personas son una misma familia. El núcleo de Dios es relación, Dios mismo lo es.
Segundo, Dios se hizo Hombre para que el hombre sea Dios. En Cristo, a través del bautismo, nos hacemos hijos en el Hijo, pasamos a participar de la relación intratrinitaria de Dios, pasamos a ser familia de Dios y gracias a su Amor somos Dios. Y toda su herencia es nuestra herencia. Todo lo suyo es nuestro y nosotros somos de Él. Todo gracias a que fuimos hechos a su imagen: libres. Somos libres. Cuando Dios hizo al hombre se veía a sí mismo.
Tercero, la Palabra de Dios se hizo barro, para que nosotros -barro con palabras- dejásemos de ser esclavos de nuestros aires de grandeza, de nuestra insensatez y estulticia, y encontráramos la auténtica grandeza por y para la que fuimos creados: por amor y para amar. Y así devolvió el equilibrio a todo, su razón de ser. Con su encarnación, con su muerte y con su resurrección nos susurró -con un susurro estruendoso- “te quiero”. “Estoy aquí, siempre estoy aquí, a tu lado, sosteniéndote, amándote”.
Por eso el Adviento también puede traducirse como ese susurro que viaja en el aire y nos enseña a llegar a nuestro hogar. El hombre es barro, es vida libre, es un universo ilimitado y, desde que Dios se encarnó, el hombre puede ser Dios. Cuanto más estamos en Él menos tóxicos somos, más sencillos, más libres. Cierto es que el Adviento nos habla de la llegada de Dios, pero nos es menos cierto, haud dubie, que también nos habla de nuestra propia llegada, porque Dios viene a nosotros, sí, pero por fin nosotros podemos también llegar a Él: lo que parecía imposible se ha vuelto real, tenemos Padre, no somos una voz que grita desesperanzada en un universo oscuro, silencioso y vacío, somos ese niño que se había perdido, en sus desvaríos prometeicos, y ha sido hallado.
Por eso, también, la Iglesia de Cristo habla de este tiempo como tiempo de alegría. Y aunque toda esta historia parezca profundamente rara y raramente profunda, algunos vamos aprendiendo a vivirla… desde que se hizo vida en nosotros. El hombre siempre fue un misterio para el hombre, y sólo se resolverá en Cristo. Por eso los cristianos le seguimos…, ¿a quien íbamos a seguir? Sólo Él tiene palabras de vida eterna.