Clarín
La prima Juana, que siempre ha vivido en Gijón, se ha portado muy bien conmigo, conviene arrimarse a buen árbol… Cuando se lo pedí por carta en diciembre pasado, me parecía una locura: localizar a los amos actuales, pedirles permiso para que una vieja sentimental, venida de América, visitara la finca, porque había veraneado allí hace muchos años… Pero Juana se lo tomó muy en serio y no se detuvo hasta que localizó a los propietarios en Madrid y los convenció.
Tuve que organizar el viaje de modo que mi estancia en Asturias coincidiera con alguna de las fechas en que los dueños habían previsto estar en la quintana. Después de mucho sopesarlo, me decidí por el mes de mayo, ya que pensaban pasar allí el puente de San Isidro –el patrono de los madrileños–, aprovechando que este año el día 15 caía en jueves…
Llego el tres de mayo al aeropuerto de Barajas y cojo un tren en la estación de Chamartín, que me lleva a Gijón. Mientras avanza lentamente para cruzar el puerto de Pajares, siento una emoción muy especial, ¡de nuevo en Asturias después de tantos años! Me alojo en casa de Juana, un piso alto y bastante nuevo cerca del parque de Isabel la Católica, al que se mudaron en 2015. Gijón ha cambiado muchísimo –ha crecido y le han lavado la cara–, desde que tuvimos que emigrar a Cuba, cuando el negocio de mi padre quebró y llegó la oferta del tío Gaspar, el indiano… Mi prima está muy fuerte, supongo que por los paseos que se da todos los días, con Luis, su marido –desde que los dos se jubilaron–, por la playa de San Lorenzo y el camino que bordea la costa hasta la playa de la Ñora. Me invitan a acompañarlos, pero, como no puedo aguantar su ritmo, con tantas subidas y bajadas y no quiero aguarles el paseo matutino, prefiero esperarlos y quedarme contemplando el mar y la costa cuando comienzo a notar síntomas de fatiga… Nos hemos reunido también varias veces con sus hijos, Juan, Teresa, Ramiro y la prole –viven en Oviedo, Avilés y Cangas respectivamente–, que al fin han conocido a la “tía de América”… Un domingo visitamos San Julián de los Prados, San Miguel de Lillo y Santa María y el «Conventín» y me conmoví de nuevo.
¿Por qué he tardado tanto en volver a mi tierra? No lo sé, quizá porque temía que resucitara la pena que sufrí cuando, adolescente, tuvimos que dejarlo todo y largarnos, primero a Cuba y después a Chile, por culpa de Fidel Castro. Una crisis de la que tardé en recuperarme.
Y llega el 17 de mayo, la fecha prevista para la visita a la propiedad que compró mi abuelo materno, allá por los años veinte del siglo pasado, y en la que habíamos disfrutado mucho sobre todo en verano. Voy con Juana y con Luis, cómo se ha transformado la zona, desde Villaviciosa a Villaverde, entre la playa de España y la playa de Merón: carreteras asfaltadas, chaletitos ajardinados con los muros enlucidos y pintados con colores casi chillones, vehículos por todas partes…; solo de vez en cuando alguna antigua casa de piedra se mantiene en pie, unas arregladas, pero otras ruinosas…
Conforme nos acercamos a la finca, la emoción crece y el pasado se confunde con el presente. Vaya sorpresa, las masas de eucaliptos gigantescos y nubosos –en mi juventud no había tantos, me parece–, pero sí recordaba su aroma entre dulzón y limonado. Me dicen que ahora se usan para fabricar papel, pero, en mis tiempos, servían sobre todo para las minas, porque, al parecer, es madera que avisa cuando va a producirse un derrumbe… En cambio, la siega de la hierba, las vacas, los corderos y los équidos en los prados, la flor que mariposea en los manzanares me resultan mucho más cercanos, como si el tiempo se hubiera detenido, y no digamos las florecillas, blancas, rojas, amarillas, azules, que tapizan los pastos en los que la siega aún no se ha iniciado, como si de la paleta de un gigante pintor se tratara… Luce el sol, en la parte de Picos hay nubes, pero aquí no.
Cuando, detrás de una curva, surgen al fin el Cantábrico y el empinado llendón con las reses, que destaca al borde del acantilado, más allá de la finca hacia oriente, casi no puedo resistir a la tentación de palmotear, porque el paraje no ha cambiado apenas. Los dueños actuales se muestran muy amables con nosotros, les interesa el pasado de la finca, y se suceden las preguntas, mientras recorremos el jardín. Algo les habrá dicho Juana, aunque le pedí que no lo hiciera, porque me interrogan sobre mis libros…
Los magnolios aún no han florecido, tampoco las abultadas hortensias, pero sí los ciruelos ornamentales, con los llamativos pétalos de color rojo bermellón. Me fijo en que se han cortado bastantes pinos o los habrá derribado el viento, mientras nos muestran un par de abedules, plantados recientemente, que parece que aún están luchando por sobrevivir, con el tronco tan enteco…
Uno de los momentos más emocionantes ha sido al asomarnos al acantilado, al inabarcable prado azul de las aguas andariegas, que hace tantos años nos llevaron a América a mis padres, a mis hermanos y a mí, donde cambió el rumbo de nuestras vidas. Los olores marinos y el rumor perpetuo de las olas, ¿cómo describirlos?, y el vuelo de las gaviotas, de los cormoranes, de algunas rapaces… Les he pedido que me dejaran un rato a solas contemplando el Cantábrico.
La casa ya no es la misma, porque se ha ampliado bastante, pero han mantenido buena parte de la zona que edificó el abuelo, que entonces ocupaban el comedor, un salón, con estanterías y la puerta que daba al jardín, la cocina y una escalera de madera que llevaba a las alcobas… Los dueños se muestran muy atentos y nos invitan a merendar. Mientras tomamos té o café con las inolvidables casadiellas, elaboradas por la mañana por mi prima, mis ojos recorren los anaqueles en los que mi abuelo colocaba los libros perfectamente encuadernados –por materias–, en cuero granate, verde, azul, castaño…, y me he acordado de repente de aquel ejemplar de color burdeos, con el tejuelo dorado, que tanto influyó en mi vida, desde que lo leí por primera vez, una lluviosa y aburrida tarde de agosto, cuando tendría trece o catorce años. Recuerdo perfectamente dónde se guardaba y observo que no está en su sitio. Dudo, pero no puedo resistir a la tentación de preguntar por el paradero de la biblioteca del abuelo José Ramón. No lo saben muy bien, porque ellos compraron la finca, a finales de los noventa del siglo pasado, a los dueños que nos sucedieron a nosotros, pero comentan que puede que haya algunos en un cuarto que acondicionaron como trastero, debajo del tejado a dos aguas de la casa antigua. Pregunto si les importaría que les echara un vistazo y subimos a la buhardilla. Los guardan en un baúl, me lo abren, comienzo a rebuscar con impaciencia, aunque el polvo acumulado me hace estornudar y mis manos se mueven con torpeza por la artritis…; y allí está: aquella edición magnífica de ¡Adiós, Cordera!… Gracias a este relato soy escritora. Se lo cuento y me dicen que se alegrarán mucho de que lo recupere y me lo lleve a Viña del Mar. Eran tres, siempre los tres…
Luis Ramoneda (Madrid, octubre de 2024)