Érase una vez un niño que sumaba once años de edad. Siendo un chaval normal –con anhelos de querer mucho a su familia y a la gente, con ganas de hacer amigos, divertirse, aprender y descubrir el Mundo…–, acumulaba en su corazón un sufrimiento silencioso que, poco a poco, le iba descosiendo la sonrisa. Aunque, externamente, todo a su alrededor parecía desarrollarse con normalidad –tenía una familia, iba al colegio, jugaba al fútbol, comía chucherías…–, las grietas internas iban abriéndole heridas que le desgarraban el alma, le atería el más fiero frío: la ausencia del amor de amistad, del cariño puro y sin límites. Espiritualmente, ese niño se moría lentamente; y como no se puede separar la materia del espíritu en la persona, ese niño se desencaminaba sin saberlo hacia los acantilados.
Aconteció una tarde, que fue a parar a la casa de aquel rapaz una chica especialmente bonita –la cubría esa luz preciosa que portan las personas que sufren parálisis cerebral–; iba acompañada de su madre para recibir unos masajes que mitigaran las tensiones de su afligido cuerpo. El muchacho, personaje secundario en aquella habitación, se acercó a la chica sonriendo y habló con ella, se quiso hacer su amigo; la acogió, la cuidó y disfrutaron juntos de aquel inopinado encuentro.
Nadie se dio cuenta de aquella caricia –ni el chiquillo ni la chica, que actuaban espontáneamente, ni el masajista afanado en hacer bien su trabajo, ni el resto de presentes–, nadie salvo la madre de la chica. Esa madre amante captó el abrazo y su corazón desbordó de alegría. Esa madre atenta y generosa descubrió que la sonrisa de aquel niño brillaba como el sol, su mirada era un lago de aguas cristalinas y en sus palabras crepitaba un fuego de chimenea. A esa mujer de Dios le bastó un pedazo de vida para saber que aquel era –en sus propias palabras– “un niño blanco”.
Jamás se me olvidará esta sencilla historia, porque ese niño soy yo y esa madre es mi amiga Ana. Me la contó por primera vez –o mis recuerdos así me ilustran– algunos años después de que aconteciera. Como si la estuviera viviendo en presente, dibujando instantáneamente esa atmósfera mágica de los buenos cuentos, me decía, con los ojos brillantes y su dulce sonrisa, la voz suave y tranquila, que aquella tarde vio como a su hija se le acercó “un niño blanco”. En aquella época destemplada de mi vida, aquellas palabras, aquellos besos de Ana, fueron un bálsamo de esperanza para no claudicar, un destello de mi grandeza, entonces desconocida para mí. Ana me dio a beber la mejor medicina: mi propia caricia. Y me abrió su corazón: un corazón sensible, un corazón sabio, un corazón blanco.
Más adelante, volado otro puñado de años, se nos regaló vivir más cerca, hacernos amigos –se ve que este Mundo tibio necesitaba el calor de esa blanca hoguera–. Compartimos sufrimientos, alegrías y esas ordinarias pequeñas cosas en las que, cuando se cuidan bien, se resuelve felizmente la existencia de las personas. Pasé a formar parte de su familia: su hija Arancha –sí, la chica bonita del cuento– su esposo Salvador y otra de sus hijas, Gloria, me son hoy cercanos. Tuvimos encuentros preciosos en su casa, donde tejimos grandes conversaciones en las que la palabrería nunca le pudo hacer sombra a la verdad. Hablábamos del Fuego que arde en algunos corazones, de la familia y los amigos, de ángeles, de heridas, besos y cicatrices, de personas con capacidades maravillosas, de manjares, de flores y plantas, de humor, de poesía y letras de oro, pasión y esperanza… y, algunas veces, ella me hablaba del “niño blanco” –las últimas, me ratificaba: “no me equivoqué con aquel niño blanco”–. Cuánto aprendimos escuchándonos, cuán mejor nos conocimos en el espejo de los ojos del otro, cuánta paz fabricamos. Luchamos juntos en las trincheras de la Tierra, nos apoyamos mutuamente y caminamos siempre al lado, juntos soñamos con el próximo Cielo.
¡Y tan próximo!: en la noche del domingo 10 de marzo del 2019, ¡Ana María ha dado el salto al Paraíso, ha alcanzado la eterna Primavera!. Han cesado de inmediato sus dolores y desazones, su decrepitud, ¡ya sólo sonríe, joven y enhiesta, rebosante de albura su corazón!.
Gracias por la rica herencia que me has donado: esa mirada inteligente que no se ciega con los fuegos fatuos de la apariencia, sino que atraviesa la superficie para llegar al fondo de la realidad y descubrir allí la pureza, la luz de la Vida que lava, alumbra y encamina.
Pronto estaré a tu lado, vestido de fiesta, pero aún me queda tela que cortar, misión para la que cuento con tu fiel compañía. Gracias por adelantado.
¡Felicidad, querida amiga, tuya es la Felicidad!
¡Descansa en paz!
¡Goza y goza y goza!
¡Hasta pronto!