Capítulo Primero
Armamos un palenque repleto de tanganas, antes fuimos esclavos, fuimos dolor, ahora somos musa y sanador.
La noche se pintó de un blanco tan pálido que parecía albina. La causante de todo aquello -aquellas palideces que destilaban colores tan románticos como mortecinos sobre la piel- había sido la luna. Una luna llena, como pelota de ámbar brillando sin ningún tipo de reparo en un cielo infinito donde nada lucía, salvo ella.
Koguaca la miraba con ojos prendidamente abiertos y cara de lirón. Los ojos de Lamusmu no eran para menos…, y parecía como si estuvieran bendiciendo tamaña crema cósmica. Los dos estaban tranquilos, relajados, con sendos refrescos repletos de hielos cada uno, de sabor melocotón, con un toque de nuez moscada. Así era como siempre brindaban después de un trabajo bien hecho. Y no fue para menos: aquella semana habían logrado desparasitar de moscas cojoneras nada más y nada menos que todo el recinto de su cabaña.
Koguaca, el Pilillas, era uno de los habitantes más extremadamente delgados que habitaban las selvas de la fortuna, expertos en hacer brotar la alegría cuando les diera la gana. Sus armas preferidas siempre fueron la esperanza, el abrazo y el te quiero. Su amiga, Lamusmu Puly, pertenecía, por otra parte, a las Hacedoras de Hiel del Norte no tan helado, expertas en conseguir que los días se vuelvan desabridos en cuestión de segundos. Ella siempre usaba como armas el dedo índice (principalmente para señalar y horadar los hombros en la parte donde molesta), la mirada soslayera y el “no” impertinente. Y aún así era profundamente creativa.
Después de unos años de recreo viviendo cada uno en sus rincones confortables, habían decidido asentarse en común sociedad de ayuda e investigación en una cabaña situada en los bosques meridionales, allí donde los ríos nunca llegan a la mar… La casa de madera que hacía de vivienda y oficina juntamente fue un regalo de Osmudo Dellanoma, uno de los seres de piel más grandes conocidos por aquellos parajes, natural de los bosques con agujeros triangulares de las regiones del oeste. Osmudo era perfecto para encerrar discusiones hasta que se transformaran en la arena del tiempo. Por eso casi siempre usaba las armas de la ocredad: la ceniza, los cipreses y las lágrimas del calamar.
Así había sido siempre en el Universo: cada ser personal usaba la armas que le daba la gana. Y así tenía que ser: esa razón siempre fue la más sobrenatural.