El amor es la realidad más profunda y transformadora en el ser humano, aquello que lo define e impulsa, lo sana y lo renueva a cada paso. Decía C.S. Lewis que lo que el hombre necesita, de manera principal y radical, es el amor no merecido, el amor gratuito. Cuando una persona se hace mala —por la libertad que le compete— o se encuentra profundamente mal y perdida, lo único que puede convertirle y hacerle dar un giro de vida es experimentar el amor incondicional, el amor no merecido. Cuando alguien recibe bien por mal y seguido toca fondo, se vuelve posible, en lo más profundo de su alma, el milagro de la esperanza.

Este amor, definido por el cristianismo como agapé o caridad, es la esencia de la felicidad humana, de la abundancia del dar sin esperar nada a cambio. Es el germen del vínculo de un hijo con su madre, el mismo que después le moverá como adolescente a buscar el autoestima de comprometerse consigo mismo —de nuevo incondicionalmente— para salir adelante.

Hay que aprender a dejarnos amar, a amarnos y a amar; y en ese orden. Solo el amor hace madurar al hombre.

Aunque el único lugar en el que nos quieren así, de esta manera real y gratuita, es la familia. Bueno, la familia y ese pequeño número de amigos que tienen el valor de decidirse a amarnos tal cual somos y para siempre. Y eso les introduce realmente en ese primer grupo que llamamos familia; no por un lazo de sangre, pero si por la unión que forja el inmenso amor que habita en la amistad.

Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos (Jesus de Nazaret); y es que la unión del espíritu es más fuerte que la de la sangre. Y es también por ello que las relaciones pueden y deben desarrollarse: no basta con ser hermanos o hijos o padres; tampoco basta con el sentimiento de enamoramiento para cimentar una relación de pareja, pues los sentimientos son pasajeros e irregulares; como decía Erich Fromm, el amor es un arte que requiere de esfuerzo, de práctica, de compromiso, de sacrificio, de dedicación toda una vida y de voluntad.

La familia y las relaciones humanas son la fuente más importante de nuestra felicidad y de nuestra salud mental, por eso conviene aprender a cuidarlas y cultivarlas. Solo en relación el hombre puede amar y ser amado, y solo en relación puede alcanzar la plenitud a la que está llamado.

Tras estas consideraciones, quiero hablar sorbe 5 claves que considero principales para cuidar las relaciones humanas. Estos 5 conceptos son características de todas las relaciones sanas, y no tóxicas, por lo que constituyen 5 oportunidades para que una relación —tanto de noviazgo, amistad, matrimonio o familia—, sea fuerte, sana, dé muy buen fruto y nos haga siempre mejores personas, que es en el fondo la grandeza de toda unión humanas. Empecemos:

Cariño: San Juan Bosco decía que para cuidar las relaciones no basta con amar, es preciso que se sientan amados. De modo que el amor hay que comunicarlo, no sólo tenerlo. Me gusta también otra frase del filósofo Julián Marías decía que la mayor expresión del amor no es el sexo sino la caricia, es decir, el cariño. Por eso, todo el cariño que transmitamos será bueno y nunca será demasiado. Para ello, existen infinitas maneras de amar y de transmitir el amor: no solo el tacto, sino también la mirada, la atención, los detalles, el tono al hablar, la forma en que acogemos al escuchar, la manera de estar y de respetar, y por supuesto el abrazo.

Tiempo: tiempo significa convivencia, hacer cosas juntos, estar juntos, tan sencillo como existir uno al lado del otro. Porque la mayor presencia del amor está en el ser más que en el hacer. Lo que más necesitamos de los demás no es que hagan muchas cosas con nosotros o se sacrifiquen mucho con tal de demostrar el amor o el mérito, sino simplemente que estén ahí, cerca, al lado, acompañando y empatizando. Siempre fue más importante la contemplación que la acción. Busquemos lugares comunes, puntos de encuentro donde ambos disfrutéis, aunque sea por empatia, por ver feliz al otro. Esto nos lleva al siguiente punto.

Empatía: empatía es saber cómo está el otro. Una relación sana es la que busca comprender antes de ser comprendido, escuchar para luego hablar, observar antes de pedir o reclamar y amar antes de ser amado. La empatía es la vacuna más eficaz contra el maltrato y el mayor generador de respeto y convivencia amable. Pues la persona empática sufre cuando el otro sufre, por ello, por muy egoísta que sea no querrá hacer daño. Por otro lado, nos hace estar felices cuando el otro lo está y eso nos motiva aún más a procurar su bienestar. Por otro lado, en un plano más profundo que el emocional, empatizar es una vía para conocer a la otra persona y por tanto para amarla. No se ama lo que no se conoce y la empatía nos permite conocer en profundidad sentimientos, deseos y perspectivas de la otra persona, por tanto nos abre una puerta muy grande para amarla. Por último, la empatía nos muestra un camino para cumplir la regla de oro: trata a los demás como te gustaría que te tratasen a ti en su lugar. Si sabes ponerte en el lugar del otro, sabrás como amarle. Recapitulando en 3 palabras, la empatía nos aporta querer, poder y saber amar.

Comunicación: hablar, hablar y hablar para conocernos, para ponernos al día, para tratar los problemas, etc. Para conocernos no basta con convivir o con observar: necesitamos comunicarnos, abrirnos, expresarnos… ¿Conoces los sufrimientos de esa persona? ¿Conoces sus ilusiones y alegrías? Y más allá, por mucho que conozcamos a una persona y que la queramos, puede ser que la otra persona no perciba lo bien que la entendemos y no sabe si hemos empatizado con ella: necesita contarnos su vivencia de primera mano. Esto implica el proceso de abrirse: dejarse conocer para dejarse amar. Escuchar con atención y sin juzgar —y sin reaccionar con negatividad, preocupaciones, miedo, desesperanza, tristeza, acusaciones, enfado o extrañeza, sino con comprensión, amor, esperanza y paz— es una profunda forma de hacer sentir amado. Para ello, muchas veces la vía más directa es preguntarle directamente: ¿cómo estás? y esperar. Si lo haces bien, llegarás a lugares dónde nadie ha llegado.

Perdón: decía Chesterton que perdonar quiere decir verdaderamente perdonar cuando se perdona algo imperdonable. Lo difícil del perdón es precisamente eso: reparar un error que nunca debió haberse cometido y que no puede deshacerse ni reponerse. Pero es la única forma de cerrar las heridas del pasado y de dejar de vivir en guerra. Muchas veces debemos recordar nuestros defectos y reconocer que todos hemos sido perdonados y seguir por empatizar y escuchar al otro. Cuando alguien perdona no solo le quita un peso al otro sino también a uno mismo. Por otro lado, también hay que pedir perdón y casi siempre deben hacerlo ambas partes, porque en todo problema de relación tienen parte de culpa los dos: el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Que empiece el más generoso. Tengamos presente que, en la mayoría de los casos, el primero que pide perdón solía ser el que llevaba más parte de razón.

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