El viaje hacia nosotros mismos
Hay quienes necesitan lograr todos sus propósitos y deseos para ver que estaban equivocados, que llevan toda la vida persiguiendo fantasmas: ese trabajo, ese ascenso, esa chica o chico ideal que les quiera, esa casa en el campo con esa familia perfecta, ese hijo que del que sentirme orgulloso y que logre mis proyectos frustrados, esa plaza fija de trabajo o esa seguridad económica, el éxito, la fama, la apariencia, el poder… o cualquier proyecto de vida anhelado. Algunos logran muchos de estos objetivos y luego se descubren a sí mismos extrañamente insatisfechos. Lo peor es que entonces se encuentran sin más recursos o vías de escape para seguir reprimiendo su oculta infelicidad.
Por ejemplo, la crisis de los cuarenta: adultos insatisfechos con su vida, a pesar de no tener problemas y haber conseguido sus metas; resulta que mandan todo al traste, empezando por su matrimonio, su aspecto físico, sus amigos, su familia y terminando por sus valores y creencias, para probar suerte de nuevo, pero ahora tomándose la vida más a cachondeo —como si nada tuviera consecuencias—, para así sufrir menos si fracasan de nuevo.
Estas personas que “mueren de éxito”, pasan de tocar techo a tocar fondo. Empiezan a desgastar su vida buscando principios más bajos como el placer o el llamar la atención, y se pierden en el vicio, la irresponsabilidad hasta no poder más con ello. Algunos incluso se vuelven maltratadores y comienzan a buscar su beneficio a toda costa, porque no soportan el sufrimiento. Otros sin embargo se encierran en la depresión o piensan en quitarse la vida por desesperanza.
Gracias a darse cuenta de que la vida se acaba, se topan con la realidad: o se replantean su vida y cambian su norte o no llegarán a ningún lugar. Todos nos morimos y menos mal que existe la muerte y nos hace reflexionar un poco.
Otros, sin embargo, necesitan sufrir menos para madurar: bien por la suerte de haber recibido una mejor formación o educación, o de haber sido bien orientados por personas con la suficiente sabiduría, o sencillamente por ser personas más honestas y humildes. Estas personas poseen una conciencia más lúcida o más despierta, y no necesiten tocar techo o tocar fondo para decidir reorientarsey replantearse su vida, sus principios, sus valores y el sentido de su existencia.
La cuestión es que este proceso consiste en ver más allá de todo lo que siempre hemos ido buscando y renunciar por un momento a todo para encontrar el mayor de los tesoros. Darnos cuenta de que estábamos equivocados, de que lo que buscábamos no era lo importante, de que la felicidad se encuentra en otro lado. Solo si nos replanteamos la felicidad podemos encontrarla en el lugar adecuado.
Nuestra mejor guía será nuestra conciencia. Como decía san Agustín: no vayas fuera, vuelve a ti mismo, en el hombre interior habita la Verdad. Es en el silencio, la reflexión y la actitud contemplativa donde se descubre el camino de la felicidad. También ayudan la lectura y las conversaciones con quienes son más sabios y felices que nosotros y además nos quieren. Debemos aprender a escuchar: a los demás, a nosotros mismos y a nuestra conciencia, pero esto no se puede sin humildad. La humildad de haber reconocido que estábamos perdidos en lo más importante y que necesitamos aprender el arte de vivir.
Poco a poco iremos conociéndonos a nosotros mismos y entendiendo el sentido de nuestra vida. Aquí sucederá nuestra experiencia vital más importante: el milagro de descubrirnos humanos. Cuando lo hemos perdido todo, e intentando madurar decidimos renunciar a todo para ser libres, solo nos queda una cosa: mirar dentro de nosotros mismos. Entonces vemos dos cosas que miles de cosas y sentimientos tapaban: primero el vacío que tenemos, pero inmediatamente después, la grandeza de nuestro ser, de nuestra esencia, de lo que somos. Y descubrimos en esa grandeza la clave para llenarlo.
El fondo de nuestro corazón es extraordinario. En él está lo mejor que somos y lo mejor que tenemos. Solo si nos atrevemos a mirar dentro, a conocer lo que somos, podemos sanar nuestra autoestima y nuestra dignidad destrozada, esto es, aceptarnos y amarnos. Como decía, de nuevo San Agustín: conócete, acéptate, supérate. Es el proceso de descubrir que en sí mismos ya somos valiosos, ya somos importantes, ya somos buenos, ya somos amados, y que eso basta. Siempre lo fuimos. Al igual que siempre tuvimos la capacidad de amar, de amarnos y de dejarnos amar, y por tanto de sanar nuestros complejos y nuestro vacío. En esa realidad tan sencilla se encierra el misterio de la felicidad: parar, desnudarnos, mirar, aceptar y amar.
Continuará…
Juan Carlos Beato Díaz
Psicólogo y Coach del Centro IPæ