Las dimensiones de la felicidad
Me gusta explicar la teoría de la felicidad diciendo que la felicidad funciona por capas: hay capas más superficiales y capas más profundas, cada una forma una dimensión. Concretamente, diría que hay 3 niveles de felicidad: la felicidad sensible, la felicidad relacional y la felicidad existencial.
Felicidad sensible
La capa superficial es la más inmediata, la del día a día, la que sentimos a través de los sentidos y de las emociones. En un ejemplo extremo, es la felicidad que siente un drogadicto cuando se droga aunque por dentro esté desquiciado. O la que un casado siente cuando tiene citas con su amante aunque esté echando a perder su vida, su familia, su matrimonio. En ese momento se siente plenamente feliz, aunque en cuestión de horas pueda de nuevo sentir ansiedad y culpa. Esta es la felicidad del placer y del sentimentalismo.
También es la felicidad de los enamorados, la de un chaval jugando a videojuegos, la de la ilusión por comprarnos un coche nuevo, la de conseguir un ascenso, verse guapo en el espejo, o la de ganar una maratón. Es la felicidad del bienestar. Felicidad sensible y realmente superficial, pero muy agradable, al fin y al cabo. No es mala de por sí, de hecho, es bastante buena y ayuda a hacer de la vida una fiesta maravillosa si le das buen uso y no la utilizas para engañarte mientras te haces daño a ti y a otros. Es como el alcohol: no es malo pero podemos vivir por y para ello y no hay que abusar. De la misma manera, lo malo es vivir por y para esta felicidad sensitiva olvidando el resto de dimensiones, y entonces esta capa se convierte en una droga.
Felicidad relacional
Por otro lado, en un nivel más profundo está la felicidad relacional: la que sentimos cuando nos sabemos comprendidos y acompañados y cuando nos sentimos queridos por los demás. Los que tienen esta felicidad, aunque tengan sufrimientos, se ven consolados enormemente por la amistad, la familia y saber que no están solos. Pueden tener ciertos sufrimientos o problemas, pero aun así son capaces de vivir con alegría y entusiasmo porque tienen lo importante: sus seres queridos.
Esta felicidad se siente especialmente a través del abrazo y del cariño, de la empatía, de la escucha, de sentirnos comprendidos, aceptados y valorados por los demás. Además, se siente también, más profundamente, en la forma en que nos miran: cuando sentimos que nos conocen y nos aceptan tal y como somos y, además, nos sentimos ayudados y apoyados. Es una felicidad que se disfruta mucho cuando encontramos lealtad en los demás: descubrir que tenemos personas que luchan a nuestro lado y no contra nosotros.
Esta felicidad es mayor que la anterior porque es mucho más cercana a la realidad que conforma nuestro ser: el amor. Y, aunque el amor muchas veces se expresa a través del placer —dando placer, más que recibiéndolo—, como decía Julián Marías, la mayor expresión del amor no es el sexo sino la caricia.
Es maravilloso saber que tenemos personas a nuestro lado. Más aún si son personas buenas y a las que admiramos. Todos tenemos alrededor personas que en muchas ocasiones vemos mejores que nosotros: más buenas, más humanas, más maduras, más virtuosas, más amantes y de las que podemos aprender. Es fantástica esa sensación de estar acompañados por personas que nos quieren incluso más de lo que nos queremos nosotros mismos. La seguridad y la paz que nos dan es como para no necesitar nada más para seguir mejorando día a día.
Realmente, hay personas que consiguen erradicar la soledad cada vez que nos visitan. Y cuando se van, no dejan un vacío en nosotros, sino el corazón lleno de manera que nos dejan siempre mejor y más felices tras su visita.
No obstante, requisito fundamental para sentir esta felicidad es valorar lo que tenemos. Uno no sabe lo que tiene hasta que no lo pierde, y es así. Pues esta felicidad es una felicidad que se encuentra en lo familiar y en los pequeños actos de amor que muchas veces pasan desapercibidos. Solo la gratitud y la humildad nos permiten disfrutar de ella. ¡Y cómo se disfruta cuando se tienen! Por eso esta felicidad requiere un poco más de esfuerzo para alcanzarla y en ocasiones solo se descubre cuando se pierde. Nuestro principal deber es lograr que no solo brille por su ausencia.
Felicidad existencial
Sin embargo, hay una felicidad más profunda, más dichosa y más eficaz para hacernos crecer en esta vida, y es precisamente la felicidad que mueve a esas personas buenas que tanto nos inspiran. Esta felicidad se encuentra en un plano más profundo: el plano existencial. Yo la llamo la felicidad del ser, o la felicidad espiritual o existencial. Esta felicidad es la sensación de que, aunque en ocasiones estemos solos, o incluso en demasiadas ocasiones nos sintamos demasiado solos, tener la certeza de que nuestra vida es infinitamente digna. Y cuando digo digna digovaliosa, buena, importante, necesaria y única. También es bella, interesante, útil, rica y capaz, aunque eso suele verse solo después de descubrirnos valiosos en sí mismos.
La felicidad existencial o felicidad del ser consiste en la felicidad que da el amor existencial. Este es un amor que no se basa en amar algo por el beneficio que aporta, sino por el bien que es en sí mismo. Es el amor incondicional, el amor desinteresado y puro. El que busca solo la felicidad de la persona amada incluso antes que la propia felicidad. Es cuando hallo felicidad en la felicidad del otro, en la sola existencia del otro. Es aprender a ser feliz porque existen mis seres queridos o ser feliz porque existo yo. Esta felicidad es también llamada la alegría de vivir. Y se basa en descubrir la grandeza de la vida y de la dignidad humana.
Toda persona tiene la posibilidad de que, por mucho que le maltraten, le pisoteen, le desprecien o le ignoren, saberse valioso, digno y bueno. Y encontrar esta certeza es lo mejor que nos puede pasar, porque aporta la felicidad más profunda, la voluntad más férrea y la fortaleza más inquebrantable. Así lo defendía el psiquiatra Viktor Frankl tras su experiencia en los campos de concentración nazi: el amor existencial trasciende las circunstancias físicas de la persona, por duras que sean, para sanar el vacío desde el ser.
Esta felicidad, también puede encontrarse paseando a solas, reflexionando sobre nuestra vida, contemplando la belleza, haciendo senderismo por un monte u orando un sagrario, cuando la voz de nuestra conciencia o de nuestra intuición nos dice en nuestro interior que merecemos la pena, que no somos nuestros errores, que somos libres de querernos y aceptarnos o de rechazarnos, pero que, en el fondo, merecemos la pena. Y a raíz de ese pensamiento que nos creemos, empezamos a cambiar.
Este también un pensamiento que podríamos encontrar simplemente hablando con nuestra madre, pero normalmente es algo que necesitamos aprenderlo por nosotros mismos por motivos intrínsecos de lo que llamamos adolescencia. Realmente es algo que siempre supimos, pero nunca aceptamos o acogimos conscientemente.
La cuestión es que esta felicidad es especialmente importante porque todo ser humano, por muy acompañado que esté, por muy amado que sea, en numerosos momentos se sentirá verdaderamente solo. No siempre están ahí esas maravillosas personas que nos inspiran y nos apoyan. De hecho, la mayor parte de nuestra vida la pasamos en soledad. Es más, incluso esas personas pueden, en un determinado momento, fallarnos. Porque todos somos humanos y todos somos imperfectos. Por eso necesitamos aprender a ser independientes.
Nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra capacidad para salir adelante —es decir, para amarnos y para seguir amando—, no puede depender exclusivamente de los demás. Debemos encontrarla dentro de nosotros mismos, mirando más allá de nuestros sufrimientos, de nuestra soledad y de los infiernos que a veces tenemos tanto fuera como dentro.
Solo así podremos vivir una vida con verdadera paz. Hablo de una paz extraordinaria que solo algunas personas sienten. Una paz indescriptible, llamada por la mayoría de maestros espirituales, religiosos y sabios de tantas filosofías como la paz interior. Esta paz tenemos que vivirla para entenderla: es una paz que perdura y nos hace sentir valiosos. Se siente como el abrazo de saber que no estamos solos, y parece como que florece especialmente en los momentos difíciles como si viniera en nuestro rescate, y que empapa de alegría el resto de momentos y el resto de capas que aportan felicidad a nuestra vida.
Requisito indispensable para sentir esta paz es reconocernos amados. El segundo paso es aprender a recibir y a dejarnos amar. El tercero es amarnos y valorarnos a nosotros mismos. El último es continuar amando a los demás.
Muchas veces detrás del sentimiento de soledad o de tristeza no está tanto la ausencia de los demás, sino la de nosotros mismos: nos hemos abandonado. A veces no vemos el amor que los demás nos tienen porque no nos aceptamos a nosotros mismos. El segundo motivo de la tristeza es el egoísmo: no amar a nadie, vivir solo para nosotros mismos, lo cual es también amarnos mal.
La libertad interior y el sentido de la vida
Para terminar diremos que todas las capas están relacionadas. La felicidad sensible ensancha la felicidad relacional, y la felicidad relacionar siembra, a través de la familia, la semilla del amor existencial. Y más fácilmente al contrario: la felicidad existencial acrecienta la gratitud y la humildad que nos permiten disfrutar de nuestras relaciones y del resto de placeres de la vida sin deformarlos y volverlos viciosos.
Una vida feliz en todos sus niveles es una vida infinitamente más plena que si carecemos de cualquiera de ellos, especialmente si carecemos del último. No obstante, si poseemos la felicidad más profunda, la Paz Interior, con eso basta para sentirse dichoso la mayor parte del tiempo.
Una vida así, sabe disfrutar de la soledad pero también relacionarse y vivir la vida. Resuena como una orquesta sinfónica que posee armonía, solistas y bajos. La felicidad existencial son esos bajos que inundan de color toda la orquesta y hacen que suene a orquesta. De igual manera, la felicidad existencial hace que nuestras relaciones sean muchísimo más ricas y fuertes, y que disfrutemos con mucha más alegría los placeres e ilusiones de la vida. Aparece aquí la alegría más profunda, la alegría de vivir, que hace que el mundo gire enamorado, que nace de celebrar la vida, la amistad y la existencia. Es una felicidad que nos enamora pero que no engancha ni nos vuelve adictos o dependientes de los placeres, de los sentimientos o de las personas para sobrevivir a la ansiedad.
Una vida así es una vida libre, porque consigue volver a ser feliz pase lo que pase, adaptándose a las circunstancias y a los sufrimientos. Y también porque parte de la libertad interior, la libertad de escoger nuestra actitud ante la vida, la libertad de dar un sentido a la vida y escoger el amor pesar de su situación. Cuando construimos nuestra felicidad sobre esta libertad, la felicidad no se vuelve adictiva sino libre.
Incluso en los escenarios más duros, como en las guerras, las cárceles, campos de concentración, etc., se han hallado personas que han vivido experiencias trascendentales de esta felicidad, encontrando consuelo, alegría y paz en medio del sufrimiento, lo cual les ha llenado de fuerza para hacer el bien aún en los lugares más envueltos de mal. Porque no rehuyeron las cargas y los sufrimientos sino que los soportaron y los aceptaron, les dieron un sentido trascendental y los utilizaron para madurar, crecer en responsabilidad y decidir ejercer la libertad que les quedaba: esa libertad interior.
Seguido de ello, cuando estos sufrimientos pasan, observamos que todo ser humano puede resurgir de sus cenizas y levantarse más feliz y más fuerte.
Nunca más perderemos la esperanza, porque sabemos que de todo mal se puede sacar un bien mayor, que la libertad más profunda de nuestra vida nunca nadie nos la puede arrebatar.
Quien alcanza este nivel de madurez, tras superar grandes pruebas que a veces nos pone la vida, encuentra que, cada vez que pierde y o se desprende de algo, tiene una oportunidad para crecer en lo más importante: crecer en ser y ganar en felicidad más real.
Juan Carlos Beato Díaz
Psicólogo y Coach del Centro IPæ