Rosa Martín García

Inesperadamente, bendita sorpresa, tuvo lugar en el salón la maravillosa aparición, como cuando descubres entre la espesura del bosque una cascada de agua limpia que cae sin cesar: llegó Rosa, y en ella el torrente de vida. La acompañaban Carmen, su hija, una dulce sonrisa. Y Miguel Ángel, un noble mágico corazón. Llegaron los tres: tres regalos de una vez.

El salón mencionado es el de la residencia de ancianos donde trato cada tarde de restaurar este mundo enfermo, con resultado, gracias a Dios, triunfal. Se impone, desgraciadamente, una lógica a la hora de tratar a los ancianos: están aquellos que resultan agradables, que caen simpáticos –por su temperamento, por su apariencia, por su voz…–, sobre los cuales se vuelca casi toda la atención y los mejores sentimientos y acciones de los auxiliares; aparte, están los menos agraciados, los que no encajan en el “bonito marco” –los más rebeldes, los más tímidos, los más feos…, o, como es el caso de Rosa, los más nerviosos–: sobre ellos cae la lluvia ácida del desdén y de otras violencias psicológicas; bien es cierto que en toda tormenta aparecen oportunos paraguas: almas que no hacen acepción de personas, ¡a todas acogen, una a una, todas les importan!. Así actúa la masa: lo que considera útil,  lo que le gusta, se lo queda; lo demás, lo ignora, lo desecha, se lo quita de en medio.

Rosa, inmediatamente, me cautivó: me atraen las personas apasionadas, los espíritus singulares. La observé un par de días. Su estado nervioso, sus embates “ininteligibles” de voz, toda esa vehemencia, sin canalizar, terminaría por convertirse en molesto ruido, para ella misma, presa de la incomprensión y del aislamiento, y para el común de los mortales faltos de pasión y creatividad. Había que hacer algo, y lo tuve claro. La terapia: colarme en el ojo de su huracán, conocerlo, cuidarlo y, desde allí, abrir canales para que la furia viera la luz y mostrara todo su colorido. Los instrumentos, sencillos: besos, abrazos, sonrisas, piropos, guiños, bromas…, el infinito abanico del cariño.

Cada tarde, a las tres, al entrar al salón, la llamaba por su nombre, me acercaba a ella y la besaba: ¡y qué agilidad la suya para recibir la caricia y sonreír!; ¡y también para reír: qué carcajada limpia, sonora, luminosa!. Cada tarde, a las tres: ¡fiesta en el salón!. Así, descubrí pronto los grandes dones de Rosa: en su corazón, resguardadas de sus nervios, palpitan unas impetuosas ganas de vivir y una profunda alegría. Sólo había que dejar brotar la flor y oler el espléndido jardín. La terapia dio su fruto: Rosa no disminuyó su intensidad, mas su furia no chirriaba, no la confundía, no la ahogaba: salía de ella como sale el arcoíris en esos días insólitos.

Rosa se convirtió para mí –tomando el relevo de mi buen amigo Peyo, que ya vive en el País de la Alegría– en la voz del salón, canto de la vida y fuente de ilusión.

Entonces, ya todo fue un juego de niños. Yo la llamaba, a distancia, mirándola, y ella, ilusionada, alzaba la vista. Mientras me acercaba, la saludaba con voz viva y ella fijaba sus ojos en mí y abría su corazón. Luego, la rodeaba con el brazo, le estampaba siete besos en la mejilla, le decía cuatro cuchufletas y estallaba su risa. Así, un día y otro día, nos juntábamos tres niños para ser felices –el otro era Dios, que nunca se perdió la fiesta.

Pasaron los días y cumpliéronse meses a su lado, a golpe de caricia, eterna primavera. Sin darme cuenta, dupliqué el cariño, gozando más todavía de su presencia, hasta que un buen día, Miguel Ángel me anunció que la iban a cambiar de residencia. Y no lo puedo negar: ¡me inundó la alegría, la alegría de haber vivido apasionadamente a su lado!.

Su mente no era capaz de reconocer la mayor parte de las comunicaciones orales, sin embargo, la lucidez reinaba en su cerebro cuando al oído le decía: “Rosita, yo te quiero, ¿tú me quieres?”. Entonces, paraba su actividad dos o tres segundos, se concentraba y me respondía con toda contundencia: “¡sí!”. Y le decía: “¿me das un beso?”. Y la respuesta era un tequiero en dos versiones: estrellándome en la mejilla un gigante beso de niña o, impulsada por la emoción, lanzándome un mordisco juguetón.  

Ahora, no la tengo en su plena preciosa presencia, la echo de menos, tendré que moverme para ir a verla a la nueva residencia, pero… en mí habita una sonrisa que lleva su nombre.

Doy gracias hondas al Creador por su singular primorosa flor: Rosa. Y por ponerla tan cerca de mí y besarme la piel con sus vientos de colores. Y también por Carmen: por su dulzura y su mirada cariñosa. Y, de forma especial, por Miguel Ángel: por su sensibilidad amante, su vista tan fina, su luz tan azul.

Así dice un pedazo de la canción de Rosana, de la que he tomado el título de estas letras:

Tú, furia de color, te cuelas en mi voz
Tú, juegas al pasar, sonríes y, después, te vas

Querida Rosa, niña amiga: gracias por reavivar la hoguera de mi alegría con el formidable fuelle de tu corazón, por llenar mi camino de mil colores y aromas.

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