Ausencia versus caricia
Cuentos para un brillante contador de cuentos. Pequeñas historias para el mayor bigfisheante y mejor guía en los episodios más negros de la película (Cfr. O.F. L.).
Hace tiempo una persona me dedicó un libro –por cierto, muy interesante, Cuentos populares rusos– de la siguiente guisa: “Cuentos para un brillante contador de cuentos. Pequeñas historias para el mayor bigfisheante y mejor guía en los episodios más negros de la película. Gracias, porque no pierdes la fe en cada hombre y, por un alma, prefieres perder los brazos a guardarlos por temor. Gracias por tu apoyo, gracias por tu vida, tu riesgo y tu paz. Gracias, porque sin todo lo que me has enseñado hubiera sido imposible llegar hasta aquí. ¡Feliz Navidad!”. Y no estuvo nada mal.
Las palabras, la mayoría de las veces, nos desbordan. Sobre todo cuando son ciertas, mucho más cuando no nos las merecemos. A mí, personalmente, nunca me ha gustado que me agradezcan mis obras: quizá por un extraño sentido del ridículo. Por eso las traigo a colación, lo contrario sería cobarde: a ver si comenzamos algunos a llamar a las cosas por su nombre.
Y llamar a las cosas por su nombre significa que cuando le dices a alguien “te quiero” al oído le estás susurrando “para siempre”. El amor es eterno, o no es amor. El amor guarda en sí la semilla de la eternidad. Por eso es que podemos perdonar también siempre. ¡Qué útil resulta esto en el cotidiano transcurso de los días!. Por ejemplo, yo jamás olvido una ofensa, pero aún estoy por ver una que no haya perdonado. Y tampoco es que esto hable bien de mí, simplemente muestra una realidad, y la realidad –lo que somos– es lo que hemos de aceptar, porque es el único alma con el que amamos.
En el andar de los días de esta vida –y no es que haya vivido mucho–, he visto cómo el miedo, la vergüenza y la pena impedían a muchos hombres volver a recuperar la locura del amor, y les dejaba totalmente cuerdos, listos para una vida profundamente estéril y aterradoramente racionalista, repleta de todas las justificaciones posibles –incluidas las religiosas, que hacen un dios a su imagen y semejanza, pueril, enano y lleno de angustia–. Y harto de pasar estos días como un exiliado, a quien los cuerdos miran con esa mirada lánguida y gris que destila mediocridad, decidí convertirme en peregrino: nada como conocer la meta de toda una vida para lograr andar ésta llenando los campos de sentido, pues es el camino lo que importa, porque el camino somos nosotros mismos: don, regalo.
Todos los grandes hombres siempre fueron peregrinos –aunque jamás hayan sido conocidos–; son ellos los que han mantenido el mundo unido, sosteniéndolo con pinzas, pero ilusionado… Y aún siguen haciéndolo. Y cada año, en cada nuevo Nacimiento, en cada nueva Natividad, recuerdan y renuevan en el Universo lo que ya hacen cada día. Por eso, cuando el final llega, sonríen, desean lluvia y siguen caminando. Qué maravillosa es la vida cuando se conoce su sentido, su sentido real, verdadero, que anda oculto en cada uno de nosotros y que sólo llegamos a descubrirlo cuando cambiamos la ausencia por la caricia.