IV

Maidin mhaith!

¡Otro glorioso amanecer con los sones del entusiasta cantarín bajo la ducha!

Desayunaron en el acogedor comedor del B&B, acompañados por Máirín, que les sirvió, mezcladas, delicias, palabras y miradas. Con el espíritu hambriento, salieron en busca del Blanco Pan que recibieron en la iglesia de Santa María, que saluda a los pescadores en Claddagh, la puerta oeste de Galway, justo donde se besan el mar, el río y la ciudad. Una comunidad de frailes dominicos se encarga de custodiar el templo y la vida de esta iglesia, dedicada a la Virgen bajo el título Santa María en la colina. Del gozo inefable de la Comunión pasaron al asombro en la contemplación: más allá del brazo de casas que parece querer despegarse de la tierra y navegar mar adentro, se arremolinaba una manada de bravas nubes, cuya arrogancia la desguazaba la omnipotente luz del sol, derramándose sobre la desembocadura del río Corrib. Saborearon…, se deleitaron …, y se llevaron el instante, pasado por el filtro de la cámara, impreso en su historia.

Llenos de cielo y mar, les faltaba por conocer la tierra, la pequeña ciudad de Galway. Las coloridas fachadas estaban engalanadas con festivos banderines colgantes y jugaban con los floridos dinteles y alféizares. Un tranquilo arroyo de gente caldeaba las calles. No faltaron a la cita de la armonía dos músicos callejeros que percutían un gran xilófono a cuatro ágiles baquetas.

Salieron del cogollo buscando la perla pendiente, la catedral de Nuestra Señora de la Asunción y San Nicolás, y no pudieron hallarla luciendo en más atractivo escaparate: resaltando esplendorosa sobre el puente del río, el canal de agua y los bruñidos árboles, con su cúpula esmeralda –el más alto verso del verdor–, uno de sus tres rosetones en flor y sus torres capitanas. Antes de conocer su entraña, traspasando el puente, vieron a un hombre en medio del río, frente a la presa, cubierto de agua hasta casi la cintura, que había elegido la nublosa mañana de domingo para pescar; su pasión les puso en bandeja una foto auténtica. Si exteriormente el templo es sobrio, solemne, elegante, interiormente también lo es, añadiendo una nueva cualidad a aquellas tres: la viveza, manifestada en la piedra –primordial protagonista–, en los vitrales –desnuda toda su gama–, en el gran artesonado de madera, en el órgano que exalta al rosetón central y en los pétalos de este, en la absoluta limpidez, en el esmeralda de la pechina y en el subyugante añil de la cúpula. La catedral late en el mismo terreno donde antaño se levantaba una prisión: la oscuridad de la esclavitud ha dado paso a la luz de la libertad.

Cruzaron el puente de vuelta –el pescador porfiaba en su afán– y atravesaron de nuevo la ciudad, se subieron al todoterreno y se fueron con la música rumbo a la anhelada flamante parada del día –y del sueño–: los acantilados de Moher.

Los conjuntos de casas que rodean la ciudad que abandonaban, así como los pueblecitos típicos que fueron encontrando a su paso, son despertadores de ilusionantes pensamientos. A medida que se iban alejando, las carreteras sin arcenes se convertían en cautivadoras sendas, las sinuosidades hacían del pilotaje todo un goce. El paisaje se ensanchó y se bañaron, una vez más, en verdores espléndidos. Cuando se anunciaba próxima la localidad de Kinvara, a pie de carretera, apareció, sencillo y sugerente, el castillo de Dhún Guaire. Evidentemente, pararon donde pudieron y aceptaron la invitación. Situado en un altozano, parte de cuyas faldas coinciden con la silueta de la bahía de Galway, se levanta este alcázar del siglo XVI, varias veces restaurado desde su origen. Su muralla y su torre no son ningún fenómeno arquitectónico, mas su figura sobresaliente y su ubicación junto a la bahía –en la que emergen familias de rocas, cunas de gaviotas–, con las casas de Kinvara al fondo, forman una composición embelesadora. Con los ojos enamorados y una foto chula más en la mochila, revestidos con sus chubasqueros, abandonaron el lugar besados por una lluvia fina…

Nuevos paisajes les ofrecieron nuevos verdes de esa insólita colección de tonalidades –40, según la bonita canción de Johnny Cash– que, gracias a las lluvias generosas, viste la fértil tierra de la isla durante todo el año y de la que surgió el bello nombre popular que encabeza esta crónica.

Pasaron cerca –tanto como para alcanzarlo con la vista– de The BurrenAn Bhoireann–, una singular región rocosa, un lunar en medio de la verdura imperante. No visitarían en esta ocasión este misterioso territorio, formado hace millones de años bajo los mares tropicales, rico en restos arqueológicos y hábitat de una excepcional y fascinante vida vegetal –en primavera, la inhóspita superficie roqueña se transforma en un fragante manantial de flores– y de una variada fauna.

La carretera les seguía alucinando: de repente, asomaba un pedazo de mar… y se ocultaba. Llegaron a Doolin, el curioso pueblo donde tenían pensado –según sus investigaciones– hacer mesa, antes de la gran visión. Es curioso porque no tiene casco urbano, sus pocas edificaciones y su puerto están dispersos a lo largo del territorio. Pararon en la oficina de información e, instantáneamente, conectaron con Clare –¡honda la faltriquera!–, la simpática mujer que, además de orientarles, supo disfrutar con ellos del improvisado rato de vida. McDermott’s fue el pub marinero donde se sentaron a descansar gastronómicamente. ¡Y vaya si lo hicieron!, sobre todo, con una deliciosa especialidad costera: la seafood chowder –sopa de pescado, marisco y verduras, con nata–, servida bien caliente en su cazuelita de cerámica, ¡un placer cremoso, suculento, fabuloso!. Sonrieron también con el estofado de ternera a la Guinness: mighty plate!.

Fortalecidos e ilusionados se dirigieron hacia el otro extremo del pueblo, sin atisbar la sorpresa que allí les esperaba, una ventana abierta a la eternidad… De camino, les saludó un lozano burro castaño, asomándose tras una tapia de piedra; se fijaron también en una casa de entre el puñado de ellas que salpica la zona: pequeña como el cuidado jardín que da paso a ella, acogedora como el invitador caminito de gravilla, luminosa como sus ventanas y su buhardilla…, una fuente de hogareños sentimientos.

En un camino de tierra, frente a una casa de campo, aparcaron el coche y, nada más poner el pie en tierra, les quitó el hipo la foto que se extendía ante ellos: en primer plano, una valla de madera forma una de las astas de la uve diagonal que contiene la escena principal; la otra, en segundo plano, la compone una doble hebra de casas y coches; en el centro, acontece el estallido milagroso: el río Aille, tras pasar por debajo de un puente de piedra, zigzaguea surcando la pradera y desaparece antes de ir a desaguar a la mar, sobre la que se desata tamaño torbellino de sol que resquebraja la nubosa masa gris a los cuatro vientos; la Belleza colmó sus ojos, el cofre de la Vida se les abrió de par en par y su libertad, claro, se puso a galopar.

Removidos, agilizado su espíritu, avanzaron hacia el embarcadero –Doolin Pier– por el camino entre las casas y el río, deseando acercarse al portentoso resplandeciente huracán. Dejadas atrás las casas, el espectáculo continuó: a un lado, cuatro fornidas vacas les clavaron la mirada para otra foto original, y al otro, la naturaleza danzaba para deleitarles: en el horizonte, más allá del río y de un prado poblado de ganado, aparecieron los hermanos menores de los acantilados; rompía con tal violencia el océano en ellos, que se podían divisar sus toboganes y bufones de agua.

Una barca convertida en variopinta maceta les anunció la proximidad del muelle. Al acercarse, apreciaron la fuerza salvaje del poniente. Pero no pudieron, atraídos por la ígnea tolvanera, sino encararlo con ímpetu, acercándose hasta la pedregosa orilla, donde se acurrucaron para empaparse de la maravilla: la hoguera crujiente del sol crepitaba envuelta en nubes sobre Crab Island –una pequeñísima isla redonda y rocosa con una descollante torre semiderruida–; el mar, picado, lucía majestuosos verdes y azules, que se deshacían en espumas rompiendo contra las grandes rocas; una gaviota surcó en ese momento el cielo: la rúbrica del Creador. Allí permanecieron, clavados, gozando a bocajarro, metiendo en la cámara el baile del fuego y el agua…

Con los labios llenos de miel, sólo les quedaba merendarse el tarro de Moher. En pocos minutos, accedieron al fenomenal paraje. Desde el aparcamiento, comenzaron la subida hacia la gloria. La comisura del arcoíris, la ballesta del sol con sus haces –roto quedó, definitivamente, el opaco velo– y los ojos desorbitados de un hombre a juego con la palabra que les exclamó –“beautiful”– fueron los clarines y timbales que precedieron al alzamiento del telón, tres minutos después: la suntuosa familia de gigantes dormía varada sobre el Atlántico, subyugando a todo hombre despierto. Se recrearon por los ojos y siguieron calentando la cámara, aprovechando los saludos solares y una oportuna cordillera de nubes.

Mientras subían y se alejaban para poder atrapar la soberbia panorámica, el sol le cedió el escenario a un indómito viento, que azotó la costa acompañado de las autóctonas ráfagas de lluvia. La torre de O’Brien –creada por Cornelius O’Brien para regodearse del contorno– les protegió del pasajero aguacero. Pasado este, llegaron hasta un sendero en cuyo inicio reza un cartel sincero: “at your risk” –“tú mismo, con tu mecanismo”–. Como libres son y les gusta la adrenalina, avanzaron, escoltados por el parapeto natural del terreno, hasta un saliente desde donde pudieron abarcar en toda su extensión las moles de Moher y convertirse en los aventureros más ufanos de la tierra.

De vuelta hacia la torre, en el declinar del día, les esperaba una vista sublime: el sendero, escamoteado por las ondulaciones, hendiendo el manto verde hasta la torre, vigía del océano; más allá, los gigantes principales y, al fondo y arriba, el luciente boquete abierto por el sol en la grisura: puerta abierta al Misterio. Antes de abandonar el inolvidable lugar, se bebieron dos ilustraciones de cuento: la de la cola del sol sobre la torre formando una filigrana con el empedrado y la de la silueta en miniatura de unas vacas sobre la línea del horizonte, que recorta un pictórico cielo violáceo.

La fascinante experiencia concluyó cuando aterrizaron en el parking, donde se percataron de que, junto con todos los coches, se había marchado también la luz. Y para darle emoción a la noche, Morgan confundió las distancias y estaban… ¡a 2’5 horas de Killarney!, su próximo sureño albergue. Llamaron avisando del imprevisto y, con el alma embalsada, tomaron carretera y apropiadísimo GPS –por delante, esperaban 190 nocturnos kilómetros, algunos de ellos recónditos–. El trayecto les deparó una rica experiencia, y es que compartieron un trozo de él con una joven autostopista que vivía por allí cerca: se nota que Irlanda es tierra de fe.

Al dictado del navegador, trazando múltiples desvíos, llegaron, por fin, a la casa de campo, en pleno parque nacional de Killarney, sobrepasada la medianoche. Noel, el jefe de la casa, les recibió descalzo y con no muy buenas pulgas –a pesar de la palabra dada–. Firmada la paz, plácidamente agotados, se hicieron a los catres.

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