Las mañanitas, de Rodrigo

¿Qué hace un gallego de sangre y mexicano de cuna en Boadilla del Monte? No, no es el comienzo de un monólogo de Leo Harlem. Se llama Rodrigo y dirige el mejor restaurante mexicano de esta localidad: Las Mañanitas, al auténtico estilo de Puebla.

Hace unos días decidí ir a conocer este restaurante de Boadilla; desde que viví en México y descubrí la auténtica comida mexicana, la de la aldea, la de la hacienda, la de mamá, estoy buscando un restaurante que me devuelva, al menos un poco, esa sensación de familia, de abrazo cariñoso, de complicidad que tuve en el estado de Tamaulipas hace años; y no ha sido nada fácil. De hecho, desde hace diez años sólo he encontrado tres restaurantes que me hayan traído la realidad del yantar mexicano a Madrid. El primero, la Malinche, se lo llevaron a Vigo y me quedé con una morriña que aún me dura. El segundo, la Taquería del Alamillo, donde descubrí el molcajete, ya quedó demasiado complicado llegar a él, pues está en el Madrid antiguo -ese sitio cuyos alcaldes han decidido cerrar a los españoles y venderlo exclusivamente a los turistas-. Y el tercero vino a mí como agua de tamarindo: las Mañanitas.

Ya sólo el nombre enamora, haciendo referencia al clásico de Alfonso Esparza Oteo, que llevo cantando 30 años en cada uno de los cumpleaños de los que viven en la piel de mi alma. El sitio, excelente, Boadilla del Monte, cuyos restaurantes están dando de qué hablar -en este diario ya hemos seleccionado varios para disfrutar del buen saber culinario en España-, la taberna encantadora, con aroma a Puebla y a tantos otros lugares entrañables del centro del lago de la luna…, o del ombligo de la luna, que es más rincón, más penumbra, más camino.

Nada más llegar fue cuando descubrí a Rodrigo, con el que he comenzado estas líneas: una de esas escasas personas a las que puedes llamar buenas. En la vida me he encontrado muchas veces con personas tóxicas, con personas más o menos normales y con innumerables mediocres, pero buenas, personas buenas, las he encontrado muy poco. Son esa especie de faro que te avisa siempre de cómo llegar seguro a puerto y no terminar destrozado entre las piedras.

Comenzamos con una Michelada unida con Pacífico y vestida con salsas negras y valentina: una bebida que te acaricia hasta las entrañas y te vuelve agradecido. Originaria de San Luis Potosí, se cuenta que un día Michel Ésper, miembro del club, pidió una cerveza con limón, sal, hielo, en un vaso llamado chabela. La bebida era tan inusual que se hizo popular entre los demás miembros del club. Con el tiempo, esta bebida se convirtió en un fenómeno tal que tuvieron que bautizarla como Michelada, una combinación del nombre de Ésper y del vaso utilizado para servirla.

Con ella maridamos unas quesadillas de huitlacoche y otras de flor de calabaza. Por si alguien no lo sabe, el huitlacoche es maíz que ha sido infectado por un hongo. Se desarrolla en la temporada de lluvias, cuando las mazorcas tienen un alto grado de humedad. Lo que a primera vista podría parecer una mazorca arruinada, es en verdad una delicia asombrosa, con un sabor inclasificable pero tremendamente atractivo.

Las flor de calabaza, excelente -su mancuerna ideal es el epazote, con el que se mezcla para crear platillos únicos como la sopa de guías, originaria de Oaxaca-, como es ella: suave, dulce, deliciosa. Se acompaña con salsa de chile guajillo y nata.

Una de las cosas más excitantes -sobre todo si te apasionan los distintos grados de picante- son las salsas que te suelen traer al principio del recorrido: chipotle, jalapeño, molcajetada y búfalo. Con ellas cambié el maridaje, y pasé a la margarita, la tradicional, la auténtica. Reconozco que este cóctel es uno de los mejores inventos es bebidas que se han hecho en todos los tiempos. El origen de este elixir se remonta a la ciudad de Ensenada, en la Baja California, en una pequeña taberna llamada El Andaluz, durante la Belle Epoque, después del crack del 29. El bar se encontraba ubicado en el hotel Rivera del Pacífico, que abrió sus puertas al público con grandes festividades en 1930, incluyendo la banda de Xavier Cugat, y bajo la administración del boxeador Jack Dempsey, y que adquirió en los 40 Marjorie King Plant, cuyas alergias sólo dejaban sitio al Tequila. De hecho, Marjorie, en castellano, fue Margarita. El 21 de agosto de 1948, Carlos Daniel «Danny» Herrera, sorprendió a su jefa con éste sencillo pero exquisito néctar.

Entonces llegó el plato fuerte: enchiladas de mole poblano y pollo. Esa salsa es una de las que seguiremos sirviendo en el cielo, para ir completando la caricia del Más Allá que hemos comenzado en el Más Acá.

El mole es el ejemplo perfecto del mestizaje de sabores que se vivieron en la antigua provincia española durante la época del virreinato. En aquellos tiempos, las cocinas que marcaban la pauta eran la de los conventos. Puebla fue el corazón de creaciones y mezclas y, específicamente, el Convento de Santa Rosa de Lima, que fue hogar de uno de los platillos más icónicos de la cocina mexicana, comida de fonda y refectorio de aquellos años. Ahí va mi guiso:

Allá por el verano del año 1681, el convento iba a recibir la visita del virrey, y había que darle de comer. En 1680, don Tomás de la Cerda y Aragón, III marqués de la Laguna de Camero Viejo, tomó posesión del título de virrey de Nueva España, y comenzó a visitar las tierras españolas que estaban bajo su gobierno. Esto le llevó hasta el convento de Santa Rosa de Lima un caluroso verano de 1681. La encargada en esos días del refectorio y la cocina era sor Andrea de la Asunción, y estaba algo preocupada por la comida -dentro de lo que ella solía preocuparse, que era poco, pues solía estar hablando constantemente con el Amor de sus amores y no tenía tiempo para -como solía pensar- “gansás de tal guisa”. Pero el caso es que también venía el arzobispo a comer; además, monseñor don Payo Enriquez de Rivera acababa de renunciar a su puesto como Arzobispo y ella quería que guardara un buen recuerdo de su última comida oficial en el convento, aunque, como se verá, aún le quedaron unas cuantas más.

Ese año la cosecha había sido realmente mala, y eso que el huerto que tenían estaba muy bien cuidado, pero el tiempo estuvo como los políticos: insoportable. En fin, el caso es que no tenía dónde elegir, así que, con harto dolor de su corazón, tuvo que sacrificar a varias gallinas para asarlas y acompañar las tortas de pan de maíz que ya tenía preparadas.

Sin embargo, no acababa de aceptar tal sencillez para una comida tan importante, por lo que su cabeza comenzó a hilar texturas, colores y aromas que le llevasen a la sorpresa. Como buena conocedora de las costumbres y tradiciones de su tierra antes de ser evangelizada -ella se encargaba realmente de los archivos que luego mandarían al de Indias-, algo comenzó a barruntarse en las entretelas de su imaginación.

Así fue como, a falta de pan, comenzó a incluir ingredientes que nadie utilizaba para hacer una salsa especial…, y como punto fuerte le añadió chocolate molido junto al jugo que le quedó de asar las gallinas. Además de otros cuantos restos que encontró en la despensa y en la fresquera, le puso varios tipos de los chiles que cultivaba la hermana sor Águeda -quien disfrutaba de lo lindo con el picante en la comida y normalmente acompañaba sus platos con distintos tipos de ellos-. En cuanto juntó todo y le dió unos hervores, un aroma sanador e hipnotizante comenzó a volar por las distintas salas del convento, y fue tan embriagador que hasta la madre superiora rompió el silencio para exclamar, con el deseo de comer en la punta de la nariz: “Hermana, ¡qué buen mole!”, a lo que las demás contestaron: “se dice muele”, entre risas y miradas sencillas e ilusionadas.

Ni que decir tiene que virrey y arzobispo quedaron atónitos, asombrados, entusiasmados y totalmente agradecidos, y hasta el arzobispo, que meses antes había renunciado a su cargo, prometió al virrey seguir en supuesto hasta que llegara su sucesor -aunque realmente pienso que fue para poder volver a comer más veces allí.

Yo, para terminar mi almuerzo degustativo, hice caso a don Rodrigo y me decidí por la tarta de tres leches, junto a varios chupitos para gustar la aguas tradicionales de México: jamaica, tamarindo, guayaba, mango y limón. Un auténtico chute de vitamina c. La que más me sorprendió fue el agua de jamaica, extraída del hibisco.

La guinda final fue el mezcal -el hermano menor del tequila, elaborado a partir de la destilación del corazón del maguey-, nuevamente bajo recomendación de Rodrigo, para maridar una pequeña tertulia con esta gran persona. Volveré, aún tengo que abrazar las botanas y los antojitos, los tacos y demás riquezas de esta joya de Boadilla.

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