La belleza no se gusta, se ama. Pedro Antonio Urbina.
Fiodor Dostoyevski decía, en su libro El idiota, que la belleza salvará al mundo. Uno de los estilos de arte más grande para conocer la belleza, sino el que más, es la música. ¿Qué es la música? Diría que es el arte de expresar belleza e ideas personales a través de la producción artificial de sonidos ordenados sobre una estructura armónica, un tiempo y un abanico de tonos, timbres, matices (intensidades), ritmos y silencios.
Lo primero que caracteriza la música en el mundo contemporáneo es la cantidad. Un boom enorme de canciones, cantantes y aparatos de reproducción ha alcanzado a la mayoría de la población mundial. La globalización e internet han permitido la difusión masiva de información, y, por supuesto, de información musical. Nunca se ha escuchado tanta música.
Pero, aparte de la cantidad, también cabe preguntarse por la calidad. Aparece con esto un fenómeno sorprendente que hace pensar que quizás no es tan fuerte el crecimiento musical. Mucho se habla ya de la simpleza armónica de la música actual: la música comercial que es toda igual, la carencia de imaginación de muchos autores, los llamados acordes del éxito; y por no hablar de la profunda incultura artística generalizada sobre la música de otras épocas. Hay estudios que analizan la composición armónica de las canciones más exitosas, año tras año, y concluyen que en el 80% se utiliza la misma base: cuatro acordes musicales que se repiten durante toda la canción y en todas las canciones. De la estructura clásica (la escala diatónica), se utilizan los acordes construidos sobre los grados (las notas) I, V, VI y IV. Por ejemplo, en tono de Do, serian los acordes de Do mayor (I), Sol mayor (V), La menor (VI) y Fa Mayor (IV). Sabiendo estos cuatro acordes se pueden tocar cerca del 80% de los éxitos de los últimos años. Más allá de estos estudios, cualquiera que sepa un poco de música puede comprobarlo dado que es la estructura más natural, sencilla y fácil para componer que existe, comprensible por cualquiera. Es la llamada fórmula del éxito (muy gracioso y revelador el video del youtuber Aldo Narejos que lo explica. Las listas de éxitos de Spotify están llenas de canciones que repiten la misma forma musical de modo que, lo que puede parecer un triunfo de la expresión artística sobre otras épocas ―una especie de siglo de oro―, es, en realidad, el triunfo de la mediocridad musical, que solo puede llevar a una carencia de inteligencia artística y creativa generalizada. Se habla de estos cuatro acordes como claves del éxito, pero yo no me lo creo: no me creo que sean mejores, más perfectos que el resto de música del mundo o de la historia. Lo que creo es que estas canciones no son mejores sino más fáciles de escuchar y con mejor marketing, mejores contactos y más medios que le han sido dados desde fuera por los poderosos. Si para ellos el éxito es vender más y ganar más dinero, mucho deja que desear su vocación artística. ¿Por qué lo mejor no es lo que más se escucha? ¿Por qué los peores artistas son los que más triunfan? Pienso que la intención es precisamente que triunfe la incultura y la estupidez con dos fines: que sea cada vez más fácil vendernos basura y que, transformándonos en la basura que consumimos, sea cada vez más fácil manipularnos.
Existe además, desde hace poco, un tipo de música distinta y muy peculiar, dentro de esta, fruto de la era tecnológica y del nuevo gran domino del hombre sobre la física. Esta es la música electrónica, que trata de innovar mediante un mayor control del hombre sobre las hondas de los sonidos: se graban, se almacenan, se analizan, se separan, se editan, y manipulan con ordenadores, sensores y programas Por último, se expresan a través de un solo instrumento musical universal: los altavoces. El resultado es una producción de música mucho más artificial, más fácil, más mecánica y, yo diría, menos trabajada. En principio, esta forma de expresión no tiene porqué ser negativa, pero se está acompañando de una deformación del sentido y del método de la creación musical.
El método musical electrónico no es ni peor ni mejor, pero sus productores hacen que se esté perdiendo lo que, durante una clase, un querido profesor de guitarra clásica llamó música artesana. Él utilizó esta bonita expresión para referirse a la forma de hacer música más tradicional, una música extraída con nuestras propias manos de la física de los instrumentos y producida por la vibración natural de sus materiales, rica en formas, efectos, timbres y resonancias que las leyes de Dios han marcado en el lugar que se produce y se escucha en directo, y, además, una música impresa profundamente de la personalidad y vivencia del artista, que hace que cada sonido, cada obra, cada frase musical sean instantes irrepetibles. Cierto es que nada en este mundo y esta historia es repetible, pero creo que esta música artesana se presta más a ello, que es más rica; y lo pienso sobre todo por su carácter personal. Diría que la música artesana es la producida instantáneamente por el contacto del hombre con un instrumento para expresar la vivencia de la belleza. La humanidad de esta música se ve por todos lados: el entendimiento de los sonidos, la fluidez manual de los tiempos, el fraseo musical construido en función de la respiración interior del compositor y exterior del intérprete, incluso la torpeza humana durante el concierto resulta bella (cabe escuchar la profundidad que trasmite la respiración, las frases y respuestas musicales y todo lo expresado en un genial ejemplo: la Sonata para flauta solista en La menor de J. S. Bach, BWV 1013. Más allá de toda esta riqueza única, cada obra es escrutada, meditada y vivida numerosas veces, incluida la presente, por el músico. También es personal y artesana porque se hace prácticamente siempre con las manos, el elemento del sistema corporal humano que más nos abre al mundo físico. Lo más valioso que tiene un músico son sus manos. Los sentimientos humanos se pueden expresar de pocas formas: con la voz, con la postura, con el rostro y con las manos. Un ejemplo gran de expresión sentimental con las manos son los italianos. Otro, por supuesto, los músicos.
Y no es solo esto, la música a la que se refería mi maestro es también peculiar y personal por otro factor: tiene historia. Ha sido enormemente trabajada, ensayada y construida poco a poco por las manos del intérprete en intimidad con su instrumento. Se requieren horas y horas de práctica de cada fragmento de la pieza musical por separado, hasta que finalmente, se expresen y consuman en el delicioso instante del concierto. Como un chef que pasa horas cocinando para servir un plato que puede ser consumido en unos minutos. En un breve tiempo, comiendo o escuchando, se degustan los frutos de este largo trabajo de la música o la cocina artesanas. Pero merece la pena. Es el mensaje que trasmiten estas obras de arte: el bien que sostiene el mundo se sirve en pequeños detalles; creo que un solo instante puede llegar a dar sentido a toda una vida. Y más bien esto es la música artesana: no solo horas de ensayo, sino la entrega de toda una vida siendo músico. Hay obras y estudios imposibles de tocar hasta no haber invertido años y años de práctica en otras de inferior dificultad. Más aún, esta artesanía requiere de otra altísima virtud: constancia. Tocar bien un instrumento no es como montar en bicicleta, que nunca se olvida: un músico deja de tocar durante tres o cuatro días y el quinto está hecho un torpe, se engarrotan los dedos y casi mejor no esperar mucho de ese día de ensayo. A todo esto se refería mi profesor con música artesana. En síntesis, una música muy, muy trabajada. Es enormemente complicada esta forma musical; de hecho, al músico le va la vida en ello. Pero merece la pena, cada ensayo enseña, cada hora tocando; la música es una pasión, es una vía de crecimiento y una forma de hallar la verdad.
Se está perdiendo esta forma de música tan profunda, que significaba también una forma de vida, basada en el esfuerzo, el sentido, el espíritu, el amor. La están sustituyendo por música sencilla, en el mal sentido: simplona, fácil; también muchos músicos se vuelven fáciles, menos entregados, peores y de defectuosa inteligencia; más divos, más narcisistas o más mediocres. No hablemos del reggaetón. También en el resto de artes está sucediendo algo parecido: en las facultades de bellas artes y filosofía se han perdido los valores de la Estética. Lo narra de forma magistral la crítica de arte Avelina Lesper en una entrevista para el documental El espejo del arte o en su libro El fraude del arte contemporáneo. Parece que el trabajo y la inteligencia de las obras de arte de hoy se ha visto enormemente reducida. Tan solo por definición, cualquier cosa puede ser llamada arte, de la misma manera que cualquier opinión puede ser llamada verdad. En la música ha sucedido igual: en el siglo XX se rompieron los cánones clásicos (y naturales, lógicos) de la música permitiendo que cualquier combinación de sonidos pueda ser llamada música. Un ejemplo es la llamada música atonal. El principal representante de esta especie de anarquía musical es Arnold Schönberg, y por citar otros estilos, el microtonalismo (es interesante escucharlo en Ivan Wyschnegradsky.
Sin embargo la armonía musical ―los valores de la estética― empleada hasta ahora no es fruto del azar o de algún capricho sino que es una estructura razonada. La escala musical de las notas se divide en intervalos de distancia tonal (el tono mide lo grave o agudo de cada nota). Las notas son sonidos, esto es, en el fondo, ondas físicas, cada una de una determinada frecuencia. A su vez, cada onda (o nota, o sonido) genera alrededor otras ondas derivadas de la primera (en física son los llamados armónicos). Digamos que el orden de las notas de la escala es el mismo orden en el que se suceden las frecuencias de las principales hondas que aparecen con cada sonido en la naturaleza. De igual menara, la armonía de los acordes se sostiene sobre las principales ondas, o sonidos, que se oyen como eco de cada sonido. De forma más sencilla: poco a poco, los músicos se han dedicado a escuchar los sonidos de la naturaleza y han sacado, adelantándose a los físicos, unas leyes de armonía universal entre ellos; y han descubierto que toda la música que produce bajo estas leyes es bella y que al salir de este diseño se vuelve fea.
Pues bien, se ha propuesto romper este orden, que es lo que hace a la música bella. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Algunos historiadores expertos en nuevo orden mundial e historia del arte, como Pilar Baselga, defienden que los motivos son la degradación de la libertad e inteligencia del alma de la gente ordinaria que se ha expresado siempre por medio del arte para la facilitación de proyectos de ingeniería social por parte de los grandes poderes como el Club Bilderberg, la ONU, los lobbies, la masonería infiltrada en todos ellos, etc. Un ejemplo de su discurso está en el programa Pilar Baselga: Sistema Educativo, cultura pop, arte moderno y Moda o en el Especial TLV1 N°24 – Pilar Baselga – Arte y profanación: el genio humano al servicio del mal, entre otros muchos. También son interesantes las conferencias de Alberto Bárcena sobre masonería y política internacional, como base más genérica de estas afirmaciones.
Seguido a la carencia de orden y concepto en la música ha llegado la simpleza de la música de éxito actual, de la cual ya se ha hablado. Parece que ahora lo menos importante para componer es saber de armonía y de música. Parece como si quisieran robarnos la capacidad de descubrir la belleza y, más aún, de descubrir que el orden del mundo en sí ya es bello.
El concepto y la finalidad del arte y la música han cambiado. Por un lado, el arte ya no es tanto algo que exprese tan claramente una idea a través de la realidad transformada, sino, como dice Avelina Lesper, te lo tienen que explicar para que lo entiendas. Un amigo de mi padre, José Cebrián Ramírez, comparaba el arte de muchos de estos genios actuales con el cuento de El traje del emperador, de aquel traje supuestamente invisible para quien no fuera inteligente, que nadie, ni tan siquiera el propio emperador, se atrevió a reconocer como falso por miedo a ser llamado idiota. Tan solo un niño reconoció la verdad: quizás realmente fuera el más inteligente de los presentes. Antes el arte no era así, sino que era una forma de trascendencia, de conectar con la sensibilidad del otro, de comunicar algo indecible con palabras, de amar. Antes se hacía arte para trasmitir todo lo que no se podía explicar de otra forma, ahora se hace para que solo se pueda explicar de otra forma. En la obra se imprimía una idea personal que trascendía el objeto, el contexto, el tiempo, incluso la muerte del artista y, aún así, siempre se entendía su esencia. Si no se entendía no era arte. El arte era universal y cualquiera podía ―con mayor o menor dificultad, con más o menos tiempo de contemplación― encontrarse con su significado. Por otro lado, el perverso dogma del relativismo a penetrado también en los lienzos y las galerías del arte, anulando toda posibilidad de crítica artística: ya no hay arte malo (tampoco arte bueno). Y por último, también parece haber cambiado la finalidad del arte, en cuanto que antes era, sobre todo, la expresión de la belleza. Ahora, o bien ha cambiado, o bien se le llama belleza a algo muy distinto. Parece que lo que busca el arte actual es más bien la sola excitación de los sentidos, la estimulación, lo brillante, el placer visual, sonoro, táctil, emocional, etc. Y un fuerte desinterés en comunicar nada espiritual. Lo brillante, como cita Leonardo Polo, es la destrucción de lo bello. La belleza tiene que ver con la madurez humana. Un ser humano es maduro si está integrado, es decir, si sabe armonizar sus distintas acciones, sus distintos aspectos o capacidades, por lo que no se proyecta de una manera desmesurada en una sola dirección. No se hipertrofia ni se desencaja (L. Polo en El significado del pudor). Mucha de la música moderna es brillante, es desmesuradamente sentimental, muy vagamente inteligente y vacía de realismo, no es sincera. Su estética es la del esteta de Kierkegaard: superficialidad pura y frívola. Más bien es una música que trata de alienar, de abducir la conciencia de los hombres y excitar sus sentidos para que no se piense. Es el ejemplo (al menos de forma general) de la música electrónica, el dubstep, el reggaetón, la música house, la música indi, la música comercial, parte del pop y el rock, etc. Como es de esperar, los conciertos de este tipo de música suelen ir acompañados de drogas, alcohol, sexo, etc. Y los músicos que la interpretan también suelen consumirla y llevar una vida poco ejemplar. De tal palo tal astilla. Es así como se produce la música penosa.
Además, una de las formas de expresión de este empalagoso sentimentalismo, especialmente en el pop, es un vanidoso exhibicionismo. La falta de pudor y de modestia se manifiesta en el persistente desnudo de los sentimientos íntimos, de las crisis personales y del sexo. El objetivo de los artistas y los consumidores siempre es el mismo: sentir y sentir. Sentirse vivos ante un vacío existencial que, realmente, se ha generalizado en la sociedad. Lo explica genial el psiquiatra Javier de las Heras en su libro La sociedad neurótica de nuestro tiempo. Se ha tratado de superar el existencialismo del siglo pasado huyendo de él en la diversión, el ocio, los placeres, el capitalismo, el yoga, las drogas, lo excitante, etc. en lugar de aportando el verdadero sentido humano a las vidas y a la sociedad; de manera que esta sociedad es una de las más neuróticas de la historia. Así, los cantantes caen en un sentimentalismo a través de lo morboso, el dramatismo, el victimismo, la histeria y la angustia de sus canciones: vomitan sobre su público sus sentimientos no resueltos como simple desahogo en vez de utilizar la música para resurgir de sus cenizas, para encontrar la verdad que habían perdido y llevarla a los demás; en definitiva, para sanar. Otras veces utilizan la música para cantar sobre su ego, su vanidad, su megalomanía, su aire de divos o lo cachondos que están. En resumen genérico de todo esto: en el fondo, el arte se estropea cuando el artista se colca en el centro y utiliza el arte de forma exclusivamente egoísta, en vez de utilizarlo como medio para encontrar algo nuevo y bueno que ayude tanto al músico como a los demás.
Desde luego que hay que trasmitir, en el sentido de que hay que vivir la música, pero no todo en ella es sentimental porque no todas las emociones deben ser exhibidas ni todo lo que existe son nuestras emociones, pues la música se trata de un medio de expresión de todas las realidades importantes y no tan importantes: una obra puede tratar sobre un rio, como es el caso del famoso Danubio azul, o sobre un poema de de Miguel Hernández dedicado a El pez más viejo del rio al cual pone música Camarón, o sobre el desapego al dinero, como la canción Fiel amigo del Barrio, o la simpática canción All That Meat And No Potatoes de Luis Armstrong sobre un plato de comida, o incluso ―volviendo a la temática personal aunque con mucho cuidado― sobre una angustia profunda experimentada, pero de forma que acabe bien: en superación, o, cuanto menos, en aceptación. No es lo mismo llorar con El patio, el nuevo éxito de Pablo López, bastante aclamado, que con Lacrimosa de Mozart. Ambas canciones están muy bien hechas e interpretadas con talento, solo que la primera, me atrevería a decir, me deja con el profundo vacío de un alma castigada por lo que parece una especie de trauma infantil sin resolver y que busca el cariño ―la sobada compasiva― de los fanes a los que tan bien ha vendido su llanto para que le aplaudan; sin embargo, el sufrimiento expresado en Mozart es profundamente adulto y valiente, hasta el punto de que acaba siendo el propio Mozart sufriente el que nos ayuda a nosotros, que ni siquiera lo hemos pedido, descendiendo hasta lo hondo de nuestra angustia para rescatarnos. Otro caso interesante para recalcar el límite entre el sentimentalismo vacuo y una narrativa madura de los sentimientos es el flamenco: es cierto que el cante jondo es un estilo muy sentio, muy llorado, con muchos quejios, pero no deja de ser fuerte, no deja de ser fruto de la lucha interior visceral de un pueblo como el español para resistir y crecer juntos, terminando por fandangos y alegrías. Es reveladora de este hecho la falseta de bulerías que improvisó Camarón el día que, justo antes del concierto, se enteró de que tenía cáncer; esta falseta se llamó La cigarra y fue grabada en directo. Creo que, tanto los grandes clásicos, como esta música cultivada en el interior del pueblo unido y, en definitiva, toda esta música llena de alma y fortaleza, podría tratarse de una especie de música que da ejemplo; y aunque alcance sentimientos y miserias humanas, no queda en el sentimentalismo sino que, con el ejemplo que narra, lo remedia, como hace Mozart en Lacrimosa. En resumen, podríamos decir que se aprecia una última cualidad de la música cuando el tema de esta es profundamente personal, una cualidad que se manifiesta en vertical con respecto al plano horizontal del llano sentimiento que acaba resultando algo más circunstancial que verdaderamente relevante: esta música trasmite actitud, voluntad, sentido.
Como afirma Polo, hay una estrecha relación entre el arte, la belleza, la armonía y la madurez. La belleza está en contemplar la armonía universal. Esta armonía ya está presente en la realidad; hacer arte diría que es transformar esta realidad para expresarla de forma personal. Surge así un problema cuando la persona posee una enorme falta de madurez. Digamos que es menos persona, por lo tanto, menos está integrado en sus acciones o su forma de ser y su arte será menos armonioso, menos bello, menos arte. Por el contrario, trasmitirá ese desorden a quien lo aprecie. El arte puede hacernos mejores personas, pero también peores. Una joven adolescente que vea la película de Crepúsculo o de 50 sombras de Grey se verá atraída por ese tipo de relación tóxica basada en el sentimentalismo, el sexo y la obsesión. Sin embargo, alguien que vea películas como Cadena perpetua, Gran Torino, Forest Gump o Mejor imposible, descubrirá la belleza, el amor y la verdad que encierran. La diferencia entre Harry Potter y El señor de los anillos, es la que hay entre el sentimentalismo y el verdadero amor, entre la verdad y la mentira: aunque ambas son ficción, una de ellas es más cierta que la otra. Aunque fui en su día un fanático de Harry Potter, descubrí que Tolkien contempló y estudió más que J.K. Rowling, por eso leer sus libros llena de sentido nuestra existencia, son terapéuticos y nos hacen mejores personas. Y luego descubrí que Rowling hizo en mí exactamente lo contrario.
En la música sucede lo mismo. La música que no nos enseña a armonizar, que repite el dichoso ciclo de acordes hasta la saciedad en una armonía extremadamente sencilla, nos vuelve estúpidos y hedonistas. La psicología ha demostrado que la base de las nuevas adicciones de la era tecnológica (a las redes sociales, a la pornografía, a los videojuegos, a los móviles, deportes de riesgo, etc.), así como la seducción psicológica del nuevo marketing (comida rápida, Amazon, bebidas azucaradas) reside en la bajísima contingencia entre la conducta y el estímulo placentero reforzador del proceso catalogado como adictivo o súper atractivo; en otras palabras, la base del enganche reside en la rapidez de la obtención del placer que proporcionan el consumo de dichas actividades. La estimulación física del cerebro a través de música extremadamente sencilla de procesar engancha mucho más que otra música que requiere el desarrollo de una sensibilidad, que es más compleja y completa, etc. Como he dicho, me niego a pensar que son comparables Mozart y Bach con David Guetta o Maluma. A mi padre le gusta decir que Bach era solo un seudónimo de Dios. La música comercial no es mejor. Ni creo que la música elaborada por grandes empresas y discográficas sea mejor que la música tradicional, la creada en el corazón del pueblo, los trabajadores, los que luchan hacia un sentido, los supervivientes: el flamenco, el country, el jazz, el blus, el góspel, la música tradicional latina, los tangos, etc. dentro de la que conozco.
Otro fenómeno que prueba la falta de calidad de este tipo de música es que se aborrece: con el tiempo aburre. Es síntoma de que, más que verdad, busca diversión. Como bien apreció Kierkegaard, todo lo superficial, lo frívolo, trata de estimular y divertir hacia la evasión de la mente, de los problemas (nunca hacia el enfrentamiento y resolución), y siempre acaba en el aburrimiento y el vacío. Nadie escucha los éxitos del pasado año, sin embargo, la buena música perdura y resiste por siempre la prueba del tiempo. Los buenos libros se releen y las grandes canciones siempre están ahí, como las oraciones más piadosas que uno siempre lleva consigo. Las obras de arte nunca mueren.
Al contrario de estos azucarados éxitos comerciales, absolutamente simplones en su elaboración, en la música clásica se construyen palacios sobre la armonía musical que ha puesto Dios en la creación, encontrando caminos inimaginables y recónditos entre una cadencia de acordes y otra, entre una frase y su respuesta; acariciando el rostro que forman las notas con el canto de una melodía que es absolutamente libre. Libre porque la creatividad de los grandes autores no tenía límites: se dice que de una simple partitura de Bach pueden sacarse libros y libros de análisis musical. Y esta imaginación se imprimía en todo el ser de los hombres que la podían contemplar. Es por esto que la música clásica cansa: es mucho más compleja, alcanza combinaciones de sonidos, tonos, ritmos, timbres, matices y formas mucho más ricas y, a la vez, inteligibles; estimula mucho más.
Como un masaje de fisioterapia, puede cansar pero a la vez liberar las tensiones y quistes interiores de nuestro egocentrismo, nuestra visión reducida o nuestra pequeñez de obrar complicada por las limitaciones que muchas veces nos ponemos. Reducimos lo que podría ser grande y complejo, complicamos lo que debería ser sencillo y pequeño, y todo por nuestro desorden. Pero, si de algo goza la música clásica, es de orden, armonía, por eso es curativa. La integridad, profundamente respetuosa, que cimienta sus composiciones es asombrosa. Esta integridad, esta consistencia y esta personalidad son vida que el artista hace flotar sobre obras musicales. Por su belleza atrae, por su esencia nos toca, por su orden nos revela cosas y por su fuerza nos eleva a perspectivas más libres, resuelve las barreras interiores que nuestra enferma psique construye, y, en la medida que le dejemos, abre nuestra limitada inteligencia para ver más claro lo sencillo, admirar mejor lo grande y recuperar el sentido común del mundo y sus posibilidades. Descubrimos así una cosa: que gastamos mucha energía en complicarnos la vida inútilmente y luego resolverla para avanzar. La energía que se encuentra al simplificar la percepción, los sentidos, los sentimientos y el pensamiento durante la música es enorme. Pero, al final, la música clásica acaba cansando; porque, tras esta liberación, no para sino que sigue y sigue: continúa guiándonos por sus composiciones, de unos sonidos a otros, de una frase a una respuesta, de un razonamiento musical a otro, con su sentimiento y su experiencia física de las hondas que estimulan nuestro cerebro. Cansa porque entrena; genera un leve y ordenado estrés y, con él, crecemos en fortaleza afectiva, elaboración de conexiones neuronales más ricas e inteligencia. Y se desarrolla, poco a poco, una sensibilidad y una profundidad hacia lo bello, hacia lo verdadero y hacia lo bueno: sin duda un ejercicio espiritual. Por último, no solo forma, enseña o entrena, sino que mueve: como decía Juan Pabllo II, de la verdad al bien, el camino es la belleza. Como remate, no solo se limita al desarrollo de nuestras capacidades sino que, por su atractivo interior, las mueve a ponerlas en acto, hace amar. Digamos que, aunque a veces sea muy dura, la belleza, en todas las artes como en la música, genera en nosotros pasiones, enamora.
Hace falta ser muy maduro y excelente para componer como lo hacían los clásicos. La madurez de su imaginación la encontraban precisamente en no imaginar tanto. No era tanto la novedad lo que buscaban: no algo inédito sino describir lo ya real. La religiosidad abundaba en la música y aún creían que la perfección y la belleza residían, de la forma más excelsa, en la creación. Contemplaban, oraban, conocían el silencio, la inspiración y eran artesanos musicales que ponían toda su vida y su esfuerzo en ello. No buscaban crear ficción sino recrearse en lo ya creado, expresar la verdad que ya existía y lanzar la vivencia personal que se tiene al descubrirla de una forma que todo el que la contemple la entienda.
También se necesita madurez para apreciar lo bello, o, al menos ―si no lo somos o si estamos profundamente heridos―, tener la disposición de que esta música nos madure. ¿Cómo escuchar música? ¿Cómo valorar una obra de arte? Nada he leído aún mejor, para entender la creación y apreciación del arte, que las Cartas a un joven poeta de Rilke, en especial la primera, escrita en febrero de 1903. Un revelador fragmento que atiende a la forma de apreciación del arte es la respuesta cuando el señor Kappus le pregunta sobre el valor de sus versos:
No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.
Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexplicables; suceden dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.
Rilke no era un anti-critico del arte ni un relativista; al contrario, sabía que podía apreciarse cuando una poesía era buena o mala, pero lo que no pretendía nunca, como hacen algunos críticos de arte, era atreverse a poseer y deformar una obra otorgándole una serie de sentencias que la encasillen de por vida cuando el fondo de una obra de arte puede ser algo más insondable y difícil de capturar con palabras. Pues lo mejor para definir una obra de arte creo que sería recurrir a otra obra de arte, pero para eso ya está la obra misma.
En relación, ahora, a la música ¿Cómo escucharla? ―sobre todo la buena―. Yo diría que sin prisa, sin crítica, con calma y con silencio. Hace falta pararse, en medio de esta alterada sociedad, y dejar a un lado todo su ruido que impide escuchar la belleza. Y hace falta cierta fe para mantener la calma contra el desenfreno compulsivo. Aunque también la buena música ayuda a que se den estas condiciones. El miedo lo considero el mayor enemigo para poder encontrarse con esta música. Y los peores miedos para ello son los que inundan la actual sociedad: el miedo a nosotros mismos, el miedo a ser libres, miedo a la moral o cierto miedo a tomarse la vida en serio; resulta que la belleza tiende a revelarnos misterios sobre nosotros mismos, a hacernos más libres o a mostrarnos el bien, como también puede llegar a ser algo muy duro, muy serio. La pasión de Cristo es bella, sin embargo, generalmente insoportable de contemplar. Hay veces que lo más importante será la paciencia, pues quizás sean muchas las barreras que disolver antes de alcanzar la verdadera esencia de lo que viene a decirnos una determinada obra; esta quizá está aún muy lejos de nosotros. Recuerdo a Leonardo Polo, en su libro Quien es el hombre que decía que el conocimiento de la verdad es, en realidad, un encuentro, y contaba: Recuerdo que hace unos días descubrí la verdad de la sinfonía 20 de Mozart. Puede uno escuchar Mozart durante años hasta que, de pronto, se da cuenta de lo que se encierra en su obra. Hay gente que encontrará la verdad en la música, gente que la encontrará en la política, pero en cualquier caso, y es lo último que conviene decir, hay que estar atentos. Una descripción maravillosa de la experiencia musical descubierta al encontrar la verdad de la música clásica es la narrada en la película Amor y letras, por el protagonista Jesse. La cuestión es ¿qué me dice a mi esta obra? ¿qué me enseña? Es fundamental entender que el arte es un modo de expresión, que cada obra viene a revelar un misterio que, quizás, de ninguna otra manera se pudiera comunicar.
Personalmente, tras mucho tiempo conviviendo con ella, le he cogido el gusto a la música clásica. Y la forma en que he aprendido a escucharla es dejando de hacerlo. La forma de escuchar más rara del mundo, pero también esa es la manera en que nos tocan las cosas que más se parecen a esta música: el ruido del mar bajo las gaviotas, las cigarras de un bosque sobre el que corren ardillas, la lluvia que cae a la vez sobre tejados, charcos, chapas de aluminio y la cabeza de un niño que huye para refugiarse, la banda sonora de un cuento de hadas, o el largo de la conversación entre tres buenos amigos a la luz de un cigarro. La belleza, como el amor, no llama la atención, no grita que le escuchen o tengan en cuenta el bien que hace; más bien al contrario, susurra y sabe retirase de forma desapercibida para no interferir en el bien con el que estamos ocupados. Ciertamente, es una belleza que también puede y debe ser contemplada y admirada de forma sublime por sus combinaciones de sonidos que resultan ensordecedores, pero a la vez diría que mayormente me parece que está destinada a arropar, a cuidar, o que su mayor valor está simplemente en el estar. Estar ahí para cuando la necesitemos, como un poco de esperanza, un poco de luz que nos guíe, un poco de grandeza. Mucha de la música de más éxito de hoy, por el contrario, tiende a hacer que no nos centremos en otra cosa salvo en ella: abstraernos de todo, hacernos olvidar para penetrar radicalmente en el momento presente, concretamente en la música que los artistas están dirigiendo. También se aborrece mucho más rápido. Sin embargo la música clásica se puede dejar reposar, vivir con ella y no olvidarla nunca.
Cuando descubrimos las verdaderas obras de arte y el significado de la verdadera belleza, y cuando aprendemos a apreciar la belleza como lo hacía Rilke y el resto de grandes artistas de la historia, nos topamos con un antes y un después en la nuestra: una historia que, a partir de ahora, se verá marcada por un optimismo y una fe impresionante, con la alegría de haber descubierto una sorprendente y gran noticia: que la verdad es bella. Le preguntaron a Leonardo Polo ¿Quién llega antes a la verdad, el filósofo o el poeta? A lo que Leonardo Polo respondió, tras pensarlo: El poeta, pero no se da cuenta.
Igual sucedió ya hace tiempo, cuando el hombre aún no conocía la grandeza del pensamiento filosófico, justo antes del descubrimiento de la filosofía: fue realmente la búsqueda de la belleza lo que llevó a los griegos al descubrimiento del ser, es decir, de la primera verdad universal filosófica: que el ser es y el no ser no es. Cuando aún la razón estaba muy distante de todo lo que pretendía dar razón a lo existente, fue la belleza buscada en los mitos la que dilató más fuertemente las inteligencias humanas. Y es que, como afirmaba Chesterton en El hombre eterno, hay muchas verdades en los mitos; decía: el místico sabe que allí hay algo, algo familiar, algo cierto. Poco a poco fueron evolucionando los mitos, se iban haciendo más bellos, más valientes y más ciertos.
Aparecieron los mitos heroicos que empezaron a despertar las almas de los hombres hacia su grandeza existencial: que la vida puede tener un sentido, que hay valores absolutos por los que entregar toda una vida de esfuerzos ―hasta perderla―, que la adversidad es superable, que puede que la realidad esté bien hecha, etc. Así, los hombres se fueron curando, su neuroticismo se fue simplificando y pudieron surgir en Grecia los principios de la metafísica, el conocimiento y todas las ciencias. De la misma manera, grandes innovadores y pensadores se han servido del arte como medio de inspiración de la verdad. Einstein, por ejemplo, tocaba el violín cuando necesitaba hallar la solución de un problema físico, y otros muchos optaban por el desarrollo personal universal, por encima de la especialización en un solo campo, como medio de buscar la verdad desde todos los frentes de conocimiento, en especial el de lo bello.
El elemento de Ken Robinson (libro que está revolucionado los campos de la creatividad, la educación y la innovación) está lleno de ejemplos de personas exitosas por servirse del arte y la imaginación como medio de inspiración y encuentro con la verdad de donde sacar las mejores ideas; otro ejemplo es la actual Teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner, más que aceptada, que demuestra la íntegra interrelación de todos los campos intelectuales (matemático, lingüístico, artístico, intrapersonal, interpersonal, espacial, etc.) que se potencian unos a otros de forma unitaria (en realidad no alcanzo a ver porqué hablaba de inteligencias múltiples si en el fondo estaban unidas).
Uno de los músicos que más están re-impulsando la música clásica en la actualidad es James Rhodes con su libro Instrumental, sobre como descubrir a Bach le salvó del trauma de los abusos sexuales que sufrió repetidas veces durante la infancia, acercándonos a la comprensión de esta música que acaba resultando una guía interior para el conocimiento, la aceptación personal y la superación (muy interesante su conferencia en TEDx).
También en medicina, en especial en salud mental, la música y el arte dan la nota rozando el milagro en numerosos casos que se daban por perdidos. El arte, y en concreto la música, son toda una forma de trascendencia cuando los límites físicos o mentales no dan para más. Un gran ejemplo de esto son las experiencias de uno de los neurólogos más prestigiosos del mundo, Oliver Sacks, que siempre narró cómo las aficiones más humanas ―como el arte y la música entre otras― a menudo traspasan los límites de la enfermedad y la demencia con resultados asombrosos. En su novela, basada en hechos reales, Despertares, narra cómo personas en estado vegetal, sin poder moverse ni hablar, al sonido de la música podían alcanzar como una pequeña resurrección: levantarse, poder andar hacia donde querían, comer solos, comunicarse, emocionarse tras años de inexpresión y apatía e incluso bailar. Personas que por causa de la demencia no podían hablar, gracias a la música sí podían cantar logrando comunicarse. El doctor Sacks escribió también otro libro llamado El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, donde recopiló su experiencia con casos clínicos concretos; en él cita constantemente ejemplos de pacientes que gracias a actividades relacionadas con la música y la belleza, iban transformándose al cabo de los años. Es profundamente conmovedor leer como un enfermo del Síndrome de Korsakoff, ―una amnesia profunda que deja al enfermo con apenas algún minuto de memoria acompañada de una profunda ausencia de vitalidad en el rostro― podía seguir al pie de la letra y con una expresión inmensamente viva actividades extensas en el tiempo como seguir una misa o trabajar arreglando el jardín. O un paciente con Síndrome de Tourette (un trastorno extremo de tics constantes e inevitables) u otro enfermo de Parkinson se llegaron a verse completamente libres de los movimientos o tics involuntarios por la templanza que les trasmitía el interpretar la música.
Tras los descubrimientos del doctor Sacks, numerosos profesionales han adaptado la música a la terapia de todo tipo de personas. Un ilustrado ejemplo es el programa Música para despertar, que imita las experiencias del doctor Sacks con enfermos de Alzheimer y otras demencias. Pero, en resumen, concluimos que la experiencia de muchos ha demostrado una y otra vez que la música, el arte y la belleza poseen una fuerza extraordinaria para trascender incluso los límites físicos de la enfermedad consiguiendo de forma natural lo que no consiguen miles de fármacos, terapias u otros remedios artificiales y convencionales.
La verdad es bella. Y es una gran noticia que nos hace pensar que el mundo está ordenado, que hay un sentido, que es posible el bien y, además, es atractivo. La belleza nos guía hacia el bien y nos hace mejores personas. Sin duda el arte es una terapia en toda regla, tanto en la expresión artística como en la contemplación. Ya no resulta tan idiota la afirmación de Dostoyevski: La belleza salvará el mundo.
Gracias a mi profesor Agustín Sánchez por sus lecciones de música artesana.