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Todos los hombres se han olvidado de quienes son. Podemos entender el cosmos, pero nunca el ego, porque el propio yo está más distante que las estrellas. Podrás amar a tu Dios, pero no podrás conocerte. Bajo igual calamidad nos doblamos todos: que hemos olvidado todos nuestros nombres, que hemos olvidado quienes somos en realidad. Todo eso que llamamos sentido común, racionalidad, sentido práctico y positivismo, sólo quiere decir que, para ciertos aspectos muertos de la vida, olvidamos que hemos  olvidado. Y todo lo que se llama espíritu, arte o éxtasis, sólo significa que, en horas terribles, somos capaces de recordar que hemos olvidado. 

G.K. Chesterton, Ortodoxia. 

Es profundamente dolorosa la profunda certeza de saber que hemos olvidado nuestro nombre, aquel que pronunció Dios  para originarnos en la Tierra. No sabemos quienes somos, crecemos de una manera desmesurada, nos hacemos mayores, y nos convertimos en seres perdidos en un universo ilimitado que no encuentran el camino de vuelta a casa. Y nos dedicamos a gritar: a gritarle al mundo, a gritarnos entre nosotros y a gritarnos a nosotros mismos con odio, con miedo, sin esperanza. Ante ese vacío, ante esa ausencia de conocimiento personal, respondemos con violencia, creyendo que así nos relajamos, creyendo que así vamos a conseguir la seguridad que tanto ansiamos…: cuán equivocados estamos, porque, cuando así lo hacemos, algo muy fino se rompe en la débil línea de la vida, algo que rara vez podrá recomponerse. 

Sin embargo, viven otros hombres en estos lares que distan enormemente de los anteriormente mencionados. Cierto es que aún no han dado del todo con el nombre que les define, aún no se conocen a sí mismos como debieran, pero tienen la virtud de soñar, de vivir ilusionados, de saberse niños, siempre comenzando. También andan en el universo en busca de su casa, pero no como los otros, sino como los peregrinos, sabiendo a dónde van. No son exiliados. A estos, los otros les llaman ilusos, soñadores, idiotas. Porque los otros quieren tener la seguridad material del tener, y éstos sólo aman la gloriosa profundidad del ser. Por último, y como si de una luz en un  universo de tinieblas se tratara, habitan  unos poquísimos hombres en este mundo  que, a falta de otro calificativo mejor, les llamaré faros. Ellos han conocido su nombre, han escuchado a Dios, y viven como los puntos de referencia que hay en todas las costas, para que los demás no naufraguen en los acantilados rocosos. Pero algunas veces, unos cuantos impresentables  se alían contra uno de estos e intentan destrozar toda su obra. Es en ese momento  cuando ese hombre ha de elegir, y esperemos que elija no traicionarse a sí mismo,  pues sin esas referencias los demás están abocados al fracaso. 

En fin, aunque éstas sólo sean las memorias de un principio, al final todos veremos el tapiz por delante, y los miedicas, tibios y cobardes –que piensan que la vida es para cosechar bienes, sean de la clase que sean y con los fines que quieran– quedarán descubiertos, abandonados y totalmente olvidados, y sólo se oirá de ellos, durante una milésima de segundo, un grito ahogado que se perderá en el Universo.

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